Me encuentro encaramado en una cornisa natural de apenas un metro de anchura con un interminable precipicio que asoma a mis pies. A mi derecha, la cornisa se estrecha hasta hacer imposible el paso además de haber una pared insalvable. A mi izquierda, el enemigo avanza con cautela pero con decisión, con el cuchillo entre los dientes y muy malas intenciones.
¿Qué cómo he llegado hasta aquí? Retrocedamos unas pocas horas antes.
Transcurre el año de nuestro señor de 1071. La comitiva asciende con lentitud hasta el enclave rocoso de San Juan de la Peña. Al obispo de Jaca le acompaña el cardenal Hugo Cándido, legado del Papa Alejandro II para instaurar en Hispania el rito romano en lugar del mozárabe, entre otros muchos asuntos. Yo, diácono asistente del obispo, estoy encargado de custodiar el cáliz… el Santo cáliz que nuestro señor Jesucristo utilizó en la última cena, que trasladamos desde la catedral de Jaca al monasterio nacido en la roca del que fue monje mi obispo. Lo llevo en mi talega, pegado a mi piel, custodiado por mi propia vida. Como dice mi obispo, para guardar lo más valioso, a veces, lo mejor es ponerlo donde pase más desapercibido… y qué mejor que un simple diácono para pasar inadvertido. En los tiempos antiguos hubo diáconos santos e importantes, hoy en día es una figura residual y transitoria. En cualquier caso, el diácono siempre es el custodio del cáliz…
La comitiva que asciende por el inhóspito paraje la forma: soldados del Papa, los del rey de Aragón, Sancho Ramírez y los humildes servidores del obispo. Una comitiva pequeña pero suficiente para defendernos ante cualquier ataque, preferentemente de mercenarios al servicio de la taifa de Zaragoza. Los moros no actúan tan al norte pero sí sus mercenarios en busca de esclavos y botín de cualquier tipo. En cualquier caso nunca actúan en grupos demasiado grandes ni demasiado aislados.
Junto al sagrado vaso, porto también la carta original que escribió el diácono Lorenzo en Roma para su amigo Precelio, al que legaba la custodia de la reliquia para que fuera salvaguardada en Huesca, la tierra natal del diácono. Corría el año 258 y Lorenzo, tres días después de la ejecución su querido Papa Sixto II, estaba a punto, igualmente, de morir martirizado. Sería asado a la parrilla por el prefecto romano durante la persecución decretada por el emperador Valeriano, por negarse a entregar las riquezas de la iglesia, o más bien, por haber tenido la osadía de presentar, después de tres días de prórroga, a todos los pobres, lisiados y mendigos de Roma como el verdadero tesoro de la iglesia.
No soy persona especialmente valiente, ni tengo alma de héroe, pero el valor del objeto que transporto y las vidas que se sacrificaron por él, me inspiran. Casi siempre las cosas más importantes no se ven o son de apariencia humilde o pobre. Como el Santo cáliz que llevo encima, nadie diría que es una reliquia tan sagrada… y sin embargo, estaría dispuesto a dar mi vida por protegerla.
En estas disquisiciones me encuentro, esperando no tener que poner nunca a prueba mi valor, cuando una flecha silva amenazante cerca de mi oreja y se aloja mortalmente en el cuello de un soldado papal, unos metros delante de mí. El jinete se desvanece inmediatamente y cae lentamente de su montura causando cierto estrépito poniendo en guardia al resto de la fila, mientras comienzan a arreciar más flechas por doquier, clavándose en árboles, hombros y quijadas. El revuelo se torna caos y entre gritos y miedos, espoleo a mi caballo para que salga disparado de allí. No veo a mi enemigo oculto entre la maleza pero no dejo de oír el silbido de las flechas y los gritos amenazadores. Después de una huída alocada compruebo que me he alejado del grupo y estoy solo cabalgando sin rumbo. Una flecha alcanza las partes traseras de mi montura provocando el inevitable frenazo y el consiguiente vuelo de mi persona por encima de alturas recomendables. Acierto a caer rodando y, dando gracias a Dios por no romperme nada o caer aplastado por mi caballo, salgo corriendo con pánico y sin rumbo.
Corro por mi vida, pero sobre todo, corro por mi fe.
De repente los árboles, el horizonte y la tierra desaparecen debajo de mis pies. Freno a punto de caer por un barranco abismal. Me giro para comprobar si me siguen con el tiempo justo para evitar una flecha, agachándome. Desesperado busco una vía de escape que no encuentro hasta que me fijo en que a un metro hacia abajo, por la pared de la cordillera, discurre una cornisa natural y sin dudarlo, me deslizo y comienzo a recorrerla con la esperanza de poder despistar a mis perseguidores…
El resto ya lo saben.
Aquí me encuentro, en un callejón sin salida. El mercenario que me ha seguido a través de la cornisa ha cambiado su actitud porque, aún siendo ignorante de mi valiosa mercancía, comprende que solo tengo valor, vivo. Me ha mostrado en alto su cuchillo y se lo ha guardado atrás, ofreciéndome su palma amistosa e invitándome a reunirme con él. Miro hacia abajo comprobando una vez más que la caída será mortal y rezo a Dios pidiendo una salida milagrosa.
Tengo a mi adversario a un palmo de mí, cuando alguien me susurra a mi derecha. A ese lado, donde se estrecha la cornisa y al abrigo de la pared rocosa, hay un soldado del Papa que me llama. El grupo ha debido eludir a sus enemigos y el soldado al verme en el apuro, ha debido bajar por el otro lado mucho más amplio. En cualquier caso no viene buscándome a mí porque el tramo es demasiado estrecho para pasar y la pared es insalvable, así que deduzco que viene buscando la mercancía que llevo encima. La única posibilidad para hacérsela llegar es saltando hacia adelante, evitando así la pared de roca y lanzarle la talega al mismo tiempo.
No hay alternativa. Ha llegado mi hora.
Ahora comprendo mucho más a Lorenzo y su sacrificio. Hay cosas que merece la pena dar la vida por ellas. Nuestro Señor Jesucristo dio la vida por nosotros y es poco que yo entregue ahora la mía por salvar su santo cáliz. He corrido bien mi carrera. Me ha llevado hasta este momento y no tengo miedo. Encomiendo mi alma al todopoderoso. Hay tesoros que bien merecen perder la vida.
Salto.
Y lanzo la talega.
El soldado la recoge con cierto escorzo.
Caigo.
Y cierro los ojos satisfecho.
“No acumulen ustedes tesoros en la tierra, donde la polilla y el moho los destruyen, donde los ladrones perforan las paredes y se los roban. Más bien acumulen tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el moho los destruyen, ni hay ladrones que perforen las paredes y se los roben; porque donde está tu tesoro, ahí también está tu corazón” (Mt 6, 19-21)
“Y una tribulación pasajera y liviana produce un inmenso e incalculable tesoro de gloria. No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve. Lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno” (2Cor 4, 17-18)
Juan Miguel Carrasquilla es autor de este blog