No hace mucho, echaron en la tele La princesa prometida, todo un clásico de los 80 que he visto infinidad de veces, pues en aquella época nos fascinaba y éramos consumidores "seriales" de las películas que nos gustaban.
Sin ánimo de hacer spoilers, hay un momento de la película en el que el protagonista Wesley, pierde la vida y es llevado donde el milagroso Max para ser revivido.
El caso es que el hechicero necesita una razón por la que resucitar al muerto, pues no anda muy convencido de que le merezca la pena el bajo estipendio que le ofrecen, por lo que insufla aire en sus pulmones con un fuelle para escuchar lo que su corazón tiene que decir y así juzgar si merece la pena despertarlo.
"¿Qué es tan importante?¿Qué tenéis que merezca la pena vivir?"
La respuesta que sale del interfecto es "amor verdadero"… a lo que el amigo apostilla: "Amor verdadero ¡no podríais pedir una causa más noble!"
En los últimos días he pensado en la película viendo la increíble respuesta de tantas y tantas personas, familias, asociaciones y parroquias ante la crisis de los refugiados de Ucrania.
Como en la pandemia, los momentos extremos son los que sirven para sacar lo que llevamos en lo más profundo. Nada como la crisis para conocernos a nosotros mismos, igual que para conocer quiénes son los verdaderos amigos.
Nada me conmueve más que leer las palabras de Jesús en la última cena, revelando su corazón, en el momento más trascendente, cuando está a punto de ser entregado y sufrir hasta entregar la vida. Igual que en la película, podemos escuchar su anhelo más profundo, su razón más interior, su existencia misma. Sus palabras expresan lo que tiene en el corazón (ex abundantia cordis os loquitur, de la abundancia del corazón habla la boca) haciendo el discurso más hermoso y emocionante de todos los Evangelios.
No sé por qué, en estos días me pregunto cuántos de nosotros podríamos pasar la prueba del milagroso Max. Quién sería amigo hasta la muerte, esposo y esposa hasta dar la vida, compañero hasta el final, hijo e hija hasta el último suspiro mostrando lo que es el amor verdadero.
Si Jesús viniera a nuestras parroquias y comunidades a darnos su aliento, y nos diera un chute de Espíritu Santo a bocajarro en los pulmones, ¿qué saldría de nuestra boca después? La gracia del Espíritu está ahí, para quien quiera acogerla, pero cada uno la recibe en la medida de su corazón, de su apertura y del reconocimiento de su necesidad y su pobreza.
Ayer en casa mirábamos uno de esos vídeos tontos de Youtube en el que un joven despertaba de una operación aún embriagado por los efectos de la anestesia y literalmente babeaba al saber que tenía un padre, una madre, tres hermanos y dos perros, festejándolo como si le hubiera tocado la lotería. Está claro lo que aquel hombre tenía en el corazón (dicen que los borrachos y los niños dicen la verdad).
La experiencia de nuestra humanidad caída nos hace patente que ninguno podríamos estar a la altura del amor de Dios que nos ha sido insuflado, de la gracia de la salvación que hemos recibido tan generosa e inmerecidamente. Y viendo que es así, a veces podemos caer en la tentación de desanimarnos, y juzgarnos según nuestras obras.
Cuando pienso en la pandemia y en la crisis de Ucrania, me vienen estos pensamientos. Confieso que como buen fariseo no puedo dejar de pensar qué está haciendo el hermano, qué no se está haciendo en la parroquia, qué deberían hacer nuestros dirigentes. Pienso en nuestra iglesia y si sabremos estar a la altura o vivimos a nuestra bola, preocupados de cosas tan triviales como nuestras capillitas, nuestras devociones y nuestra autoimagen religiosa.
Espero, al menos, que al ver la paja en el ojo ajeno se remueva mi conciencia para que vea mi viga y cómo estoy respondiendo, para que vea cómo lo hacemos desde mi familia y cuánto podemos cambiar nuestro pueblo desde nuestra pequeña comunidad.
Ojalá todos puedan decir de nosotros como Iglesia y como creyentes lo mismo que el personaje de la película… que merece la pena resucitarnos porque somos puro amor verdadero.
Amor verdadero es el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo… y nunca podremos estar a su altura. Pero la buena noticia es que no hace falta estarlo, porque a Dios no lo podemos merecer.
A Dios lo tenemos por lo que alguien dijo e hizo muriendo por mí y por tí… el Padre, que me ama, entregó a su Hijo para resucitarme porque le merezco la pena como hijo suyo… y a aquel Jesús —cuya Pascua vamos a celebrar pronto— se le quedó esa sonrisa bobalicona del Cristo de Javier tan parecida a la cara del muchacho de la anestesia.
¿Y por qué merezco la pena?
Solo hay una razón. Solo puede haber una razón.
Porque soy su hijo, y Él es mi Padre, y mi Padre me ama… y en esto consiste el amor, en que Él nos amó primero y es por eso por lo que nosotros podemos amar con un amor verdadero (1 Juan 4,19).