OTRO DE LOS SACERDOTES LEONESES ASESINADOS EJERCIENDO EL MINISTERIO EN LA DIÓCESIS
RICARDO BARREDO SALCES
En la orgía satánica de matanzas a que se entregó la horda roja de España abundan los casos espeluznantes de crueldad no superada en la era de los mártires.
El caso de Ricardo Barredo es horrible. Se ensañaron en su cuerpo, como hienas, lo ultrajaron en lo más vivo de su alma, lo golpearon con rabia, ¡lo quemaron vivo!
Pudo huir de Liébana, como otros compañeros. Se le ofrecieron feligreses conocedores de las breñas y los atajos por los montes para pasar a la zona nacional, por Pineda y Carrión abajo, internarse en Guardo. Desde Frama, su parroquia, no era difícil huir, en una noche, por bardales y barrancos, pero eso le parecía una deserción del deber. Le ataba, además, el cariño a su hermano Eduardo, sacerdote anciano y achacoso, que no podía moverse de su casa de Ojedo. En los primeros días del movimiento, los dos hermanos se veían, se consolaban mutuamente, esperaban que aquello pasaría pronto; no concebían que en su Liébana tan querida ocurrieran persecuciones cruentas, no les faltó el aliento ni la protección de elementos simpatizantes con la revolución. Ricardo tenía gran confianza en sus feligreses, que le amaban entrañablemente. Con ellos cambiaba impresiones; les hablaba el lenguaje santo de la adversidad y, como no podían abrir la iglesia, en las casas de los vecinos se reunían, rezaban el rosario y leían libros piadosos.
Pero un día de agosto los vecinos le pidieron que dijera Misa; que no pasaría nada, que no les privara del consuelo de comulgar, siquiera una vez. Y dijo Misa, ¡la última Misa!, ¡con qué fruición y consuelo de sus feligreses!
En Potes se enteraron de que el cura de Frama (la iglesia parroquial, sobre estas líneas) había entrado en la iglesia sellada y había dicho Misa, y este crimen no podía pasar sin sanción. Avisaron a Santander, e inmediatamente vino una comisión mandada por el fatídico Neila, que bajó a Ricardo Barredo a la cárcel de Potes, el día 30 de agosto, pasándole por delante de la casa de sus hermanos entre chancetas y amenazas. En la villa Lebaniega imperaba el terror, arreciaban las persecuciones, menudeaban los encarcelamientos; las gentes buenas estaban consternadas. La prisión del cura de Frama impresionó hondamente, pero nada podía hacerse en su favor. Los esbirros de Neila marcharon para Santander, pero volvieron al día siguiente con la orden de llevarse a Barredo, a quien tenían fichado de peligroso. Por la noche le sacaron de Potes y empezó su calvario horroroso. Por el camino, en las gargantas de la Hermida le golpeaban, le instaban a que dijera: ¡Viva Rusia!, y él contestaba: ¡Viva Cristo Rey! Le prometieron dar la libertad si declaraba en dónde estaban algunas personas significadas de Liébana y se negó con gran valentía. Entonces le golpearon bárbaramente, le hirieron con palos, le ultrajaron y de sus labios solo salían palabras de perdón para aquellos forajidos. Cerca de San Vicente de la Barquera le apearon del camino y se recrudecieron los tormentos. Le ataron, le rociaron con gasolina, primero en las piernas, después en todo el cuerpo y le quemaron vivo. Murió como verdadero mártir, gritando ¡Viva Dios! Y perdonando a los verdugos criminales. ¡Martirio hermoso a los ojos de la fe!
La noticia llegó a Liébana, muy diluida; eran rumores inconsistentes, comentarios que hacía a hurtadillas. Algunos que estaban enterados de pormenores rehuían hablar para que la familia no sufriera. En Frama se derramaron muchas lágrimas que brotaban de corazones agradecidos.
Su hermano Eduardo estaba achacoso. La tragedia de Ricardo le anonadó. Aunque no supo el desenlace cruel, y le decían que estaba preso en Santander, no se aquietaba. Conocía a su hermano, que era de carácter fuerte, que no se ablandaba con amenazas, ni cambiaba de ideas por el terror. En la incertidumbre cruel, en la zozobra en que estaba anegada su alma, la fiera no le perdonó. El 28 de diciembre le llevaron a la cárcel de Potes, con orden de fusilarlo. Estaba muy enfermo, y sin embargo Eduardo Barredo, que era un espectro, le tuvieron incomunicado en una celda infame, sin luz, sin ventilación, sucia y maloliente. Los vigilantes le encontraban siempre rezando, y, temiendo se les muriera en la cárcel -fue un milagro que no muriera- le dieron libertad el 6 de marzo de 1937.
No volvió a tener un día bueno. Amargado, destrozada el alma con el recuerdo de su hermano, llorando la desgracia de aquella Liébana que tanto quería y por la cual había trabajado cuarenta años, murió víctima de los atropellos y dolores sufridos con gran resignación.
Había nacido en Ojedo en 1870. Se ordenó de presbítero en 1895 y se dedicó, con gran entusiasmo a la enseñanza en Potes. Educó durante 25 años a lo más florido de la juventud lebaniega. Estuvo encargado del Monasterio de Santo Toribio y a él se deben los trabajos de restauración del histórico monumento. Con su muerte perdió Liébana un sacerdote que gastó su vida en amar y engrandecer a su tierra.
El 15 de octubre de 2015 la Congregación para las Causas de los Santos aprobó el decreto de validez de la causa de declaración de martirio y beatificación de siete sacerdotes de la Diócesis de León asesinados en 1936. Con este decreto se da el visto bueno a la labor realizada en la fase diocesana de la beatificación y comienza la fase romana. De los siete sacerdotes uno es el protagonista de esta reseña.
En el grupo de los SACERDOTES LEONESES ASESINADOS EJERCIENDO EL MINISTERIO FUERA DE LA DIÓCESIS recordamos hoy los tres artículos que escribimos en 2012 sobre el sacerdote Fidel Doce Vázquez, cuyo nombre también aparece en el memorandum de la Catedral de León:
https://www.religionenlibertad.com/blog/23849/fidel-doce-vazquez1.html
https://www.religionenlibertad.com/blog/23937/fidel-doce-vazquez-2.html
https://www.religionenlibertad.com/blog/24003/fidel-doce-vazquez-y-3.html