El hombre continuamente experimenta una precaria realidad en su naturaleza, una constante atracción por las cosas creadas o las criaturas, una irresistible seducción por el mundo, la carne y el demonio.
Cuando Adán y Eva fueron creados y vivían en el paraíso, disfrutaban de tres tipos de dones: los preternaturales, los naturales y los sobrenaturales (o la comunión con Dios). Los llamados preternaturales eran la inmortalidad y la integridad. Esta integridad consistía en una unificación de su ser, no andaban partidos o divididos, no sentían una cosa y razonaban otra, no iba su cabeza por un lado y su cuerpo por otro, no pensaban una cosa ahora y otra distinta en el momento siguiente. Cuando Eva cedió a la tentación y pecó, la enfermedad, el dolor y la muerte entró en el mundo y la condición de la naturaleza humana se corrompió, se perdieron los dones preternaturales y los sobrenaturales y solo permanecieron los naturales en una realidad herida y esclava. La confusión, el caos y la duda entró en el corazón humano. En esto consiste el pecado del hombre, en separarse de Dios.
Esto ha hecho el mundo actual, decirle a Dios que no quiere saber nada de él e irse lejos de su compañía, como el hijo menor de la parábola. El ignorante piensa que la vida le pertenece, que es obra suya y no un don, un regalo de Dios. Piensa que puede hacer con su vida y su cuerpo lo que quiera porque es una posesión propia, de la que no tiene que dar cuentas a nadie. El hijo menor, pues, tiene la desfachatez de decirle en la cara a su padre que no le quiere, que lo único que le interesa es su dinero y lo que pueda sacar de él, y se va en busca de la felicidad en las cosas de este mundo, al albur de sus pasiones y caprichos. La parábola prosigue con la consabida consecución de los hechos: el fin del dinero y con él, el fin de los placeres de este mundo y el fin de la dignidad. Pero ¿por qué se decide este hijo a volver a la casa del padre? No es porque se quede sin dinero, no es porque es empleado en una pocilga, y no es porque come algarrobas de los cerdos, de hecho, es porque ni siquiera las puede comer. Dice el texto que “deseaba comer las algarrobas de los cerdos, pero nadie la daba nada”. Es decir, que si llegan a darle algo, quizás no hubiera vuelto, se hubiera conformado con las migajas y las miserias. Así nos pasa muchas veces, nos contentamos con cualquier cosa, nos conformamos con cualquier nimiedad de este mundo fugaz e inestable, nos quedamos colgados de cualquier cosita que nos aporte algo de comodidad, satisfacción o seguridad. Esto es lo que ha hecho el mundo, abandonarse a las cosas materiales, esclavizarse con cualquier limosna afectiva, venderse por un minuto de fama o de gloria. Y es necesario que a veces, experimentemos esta orfandad, esta indigencia, esta precariedad para que sepamos quienes somos y lo necesitados que estamos.
¿Y qué le pasa al hijo mayor? Lo mismo. Vive en la casa del padre, pero tiene el mismo corazón mundano que su hermano. Desea las mismas cosas que él, pero le ha faltado valor para experimentar. Es todavía peor su situación porque, además de vivir suspirando por la satisfacción de este mundo, encima juzga. El menor, al fin y al cabo, no mira a nadie ni le importa nadie, se va sin mirar atrás, pero el mayor, además, juzga. Está pendiente del hermano, se compara y le juzga, a él y… a su padre. ¿Y por qué juzga? Porque se cree con derecho. Él es el bueno, él es el que cumple con sus deberes, el que es recto y no un libertino, el que es obediente y honesto. Cree en el fondo que no está tan mal, que tiene sus fallos, pero que hay gente mucho peor. Piensa que al fin y al cabo, es mucho mejor que muchos. Y cree que tiene derechos. Derechos frente al padre porque es bueno y obediente.
El IV domingo de cuaresma de Laetare en el que se escucha este evangelio del hijo pródigo es el domingo de la alegría, en medio del itinerario cuaresmal. La alegría de experimentar la misericordia de Dios, la bondad y el amor de Dios por sus hijos. Pero ¿Cuál es el origen de la tristeza en el hombre? La tristeza viene por dos cosas: la consecuencia del pecado que nos lleva a la indigencia y la muerte, como en el caso del hijo menor o a la protesta en la que está envuelto el hijo mayor. Esa continua queja que nace de un corazón duro y engreído, que tiene derechos y exige justicia porque se lo merece. Hay muchas situaciones en la vida que nos producen una tristeza normal y comprensible, desgracias y pérdidas que nos duelen lógicamente, pero la verdadera tristeza viene cuando no encontramos el sentido al sufrimiento y nos creemos con derecho a exigir una respuesta inmediata y clarificadora. Es el mundo de la desesperanza.
Esta es la lamentable situación de muchos de nosotros que vivimos en la casa del padre con un espíritu mundano, persiguiendo las luces de este mundo, sabiendo que, perdidos los dones preternaturales y sabiendo que la única posibilidad de vida, felicidad y santidad viene por pedir los dones sobrenaturales, es decir, la gracia y la amistad con Dios, vivimos sin embargo, pensando que todo es mérito nuestro. La naturaleza humana está herida y es incapaz de superar sus límites, es incapaz por sí sola de dominar sus pasiones y ser verdaderamente libre interiormente. Solo es capaz de grandes cosas con el concurso de la Gracia, con la participación de los dones sobrenaturales, con la actividad del Espíritu Santo en los corazones. Pero a veces, nos comportamos como ese hijo mayor que juzga y se cree mejor que los demás porque nos olvidamos de que es la Gracia la que nos saca de este estado de postración y de indigencia, es el amor de Dios el que eleva nuestra naturaleza y nos reviste de dignidad.
No se trata de ser perfectos al modo humano, no se trata de ser infalibles y no cometer errores, se trata de reconocer al padre como el dueño de nuestra vida y la gracia de Dios como la única verdad y fuente de nuestra felicidad. Un padre que está esperando continuamente poder amar y abrazarnos con amor infinito, pero al que rechazamos injusta y desagradecidamente. Se trata de reconocer que nuestra vida no nos pertenece, que todo viene del padre, que estamos en su corazón. Metámonos en el corazón del padre, aquello que el hijo mayor, aun estando viviendo con él, no supo o no quiso hacer nunca.
Pidamos a la virgen María que nos conceda su humildad para no alardear ni juzgar. Pidamos su intercesión para poder aceptar el amor de Dios y la Gracia que nos libera y nos da la felicidad en este mundo y el en el otro. Pidámosle a ella que no hizo otra cosa que amar y esperar.
Pidamos a la madre que sepamos ser hijos dignos del reino.
"Pero él le dijo: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo" (Lc 15, 32)