“Nos llegan de cuando en cuando, en el ejercicio cotidiano de nuestro ministerio, voces que ofenden nuestros oídos, cuando algunas personas, inflamadas de cierto celo religioso, carecen de justeza en su juicio y en su manera de ver las cosas.
En la situación actual de la sociedad no ven más que ruinas y calamidades. Tienen la costumbre de decir que nuestra época ha empeorado profundamente en relación con los siglos pasados y se conducen como si la historia, que es maestra de la vida, no les hubiera enseñado nada ... Nos parece necesario expresar nuestro completo desacuerdo con tales profetas de desventuras que anuncian incesantemente catástrofes, como si el fin del mundo estuviera a la vuelta de la esquina.”
En la situación actual de la sociedad no ven más que ruinas y calamidades. Tienen la costumbre de decir que nuestra época ha empeorado profundamente en relación con los siglos pasados y se conducen como si la historia, que es maestra de la vida, no les hubiera enseñado nada ... Nos parece necesario expresar nuestro completo desacuerdo con tales profetas de desventuras que anuncian incesantemente catástrofes, como si el fin del mundo estuviera a la vuelta de la esquina.”
Y se hizo el silencio oficial a los agoreros, sin olvidar que el silencio ya se había verificado, caso a caso, con anterioridad. Así ocurrió en 1959, donde los escritos y la devoción a la divina Misericordia propuesta por la polaca Faustina Kowalska quedarán proscritos por el Santo Oficio, pasando su Diario a ampliar el Índice de los libros prohibidos.
La divina Misericordia había engrosado la lista de esos profetas de desventuras. Dura realidad: ese silencio oficial vendría a taponar la última vía de escape sobrenatural al terror y al abismo. Al mundo, a la Iglesia, a las almas, se les estaba cerrando la puerta de la salud. Dios derramaría sus gracias a través de la Fiesta de la Misericordia, pero la Iglesia silenciaría tal hecho:
La divina Misericordia había engrosado la lista de esos profetas de desventuras. Dura realidad: ese silencio oficial vendría a taponar la última vía de escape sobrenatural al terror y al abismo. Al mundo, a la Iglesia, a las almas, se les estaba cerrando la puerta de la salud. Dios derramaría sus gracias a través de la Fiesta de la Misericordia, pero la Iglesia silenciaría tal hecho:
“Esta Fiesta surge de Mi piedad mas entrañable... Deseo que se celebre con gran solemnidad el primer domingo después de Pascua de Resurrección... Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y abrigo para todas las almas y especialmente para los pobres pecadores. Las entrañas mas profundas de Mi Misericordia se abren ese día. Derramaré un caudaloso océano de gracias sobre aquellas almas que acudan a la fuente de Mi misericordia.”
¿Por qué no hubo lugar durante tanto tiempo a tal consuelo? Fueron casi 20 largos años, hasta abril de 1978, en que la Sede Apostólica levantó la prohibición gracias a las gestiones del entonces Arzobispo Cardenal de Cracovia, Wojtyla:
¿A qué pruebas se refería el Papa? ¿Hablaba de algo concreto? Es posible que sí, pero tampoco sería necesario, porque Juan Pablo II, como buen místico, percibía la íntima relación existente entre Cristo y la paz, y entre Su rechazo y el terror. La paz del mundo no tendría causa en los aciertos políticos, sino en la apertura del corazón del hombre a Cristo. “No tengáis miedo. Abrid vuestros corazones a Cristo”, dijo aquella inolvidable mañana desde el balcón de san Pedro en su primera alocución como Papa. Porque sólo en Cristo el hombre, la humanidad, el mundo, encontraría paz. La paz de su corazón y la paz social. Pero las pruebas se iban sucediendo año a año y el mismo Papa debería constatar como su invitación a la humanidad a abrirse a Cristo, era mayoritariamente rechazada: el nihilismo, el odio a la fe, el rechazo a las raíces cristianas de occidente, eran cada día más notorios. La tristeza anegaba el alma de tan gran hombre, y las imágenes de su última Semana Santa aún quedarán en el retina. Y así, mientras un valiente Ratzinger trataba de ubicar a la Iglesia ante la realidad de sus pecados, el próximo beato terminaría su largo pontificado con un mensaje impactante:
“A la humanidad, que en ocasiones parece como perdida y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le ofrece como don de su amor que perdona, reconcilia y vuelve a abrir el espíritu a la esperanza. El amor convierte los corazones y da la paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Divina Misericordia!
Señor, que con la muerte y resurrección revelas el amor del Padre, nosotros creemos en ti y con confianza te repetimos hoy: Jesús, confío en ti, ten misericordia de nosotros y del mundo entero.”
Señor, que con la muerte y resurrección revelas el amor del Padre, nosotros creemos en ti y con confianza te repetimos hoy: Jesús, confío en ti, ten misericordia de nosotros y del mundo entero.”
Algo se había roto en el mundo. Su carrera al abismo era evidente, porque el camino del abismo era su huida de Cristo, y en ella estaba empeñado. La Divina misericordia, como refugio en el final del camino –único consuelo cuando todo termina, cuando las obras humanas nada pueden y todo parece que se derrumba-, era la única esperanza. Juan Pablo II constataba en su vida personal la verdad de los mensajes de sor Faustina, y a ellos regresaba, si bien con sus propias palabras.
Juan Pablo II, que había vivido amargos tragos en su vida con la ignominia nazi y comunista, quería evitar tales tragos a la humanidad, pero percibía que sus palabras habían chocado con duras piedras de frialdad y odio. Quizá en el principio de su pontificado la fuerza de su amor a Cristo le hacía empujar a la humanidad en el contagio de su misma vivencia, de su misma intimidad. “Abrid vuestros corazones a Cristo” no porque fuera una frase hecha, sino porque era su realidad más profunda, su sorprendente empuje interior. Pero al final de sus días, con un mundo empeñado en la pendiente anticristiana, comprobaba que la Misericordia no sólo era una fuerza vital, sino también un refugio cuando todo parece derrumbarse. En aquel 2005, al final de su vida, había entendido que el mal anegaba el mundo, dominándolo, y en cierto modo le parecía que su sacrificio personal pudiera haber sido infructuoso para salvar a la humanidad. Quizá por todo ello gritó aquel “ten misericordia de nosotros y del mundo entero” de su mensaje póstumo.
Y es que no había otra ecuación: o Cristo y su paz, o el mal y su terror. A sor Faustina nuestro Señor le había abierto el secreto de Su corazón haciéndole ver que eran estos tiempos de Misericordia. Y Juan Pablo II quiso hacer ver al mundo que debía reclamar urgente y perentoriamente esa misericordia como única tabla de salvación. ¿Hasta cuando nos tendrá Cristo paciencia? Sólo sabemos una cosa, que ese día de la Justicia llegará y llegará con un señal. Hasta entonces hay que agarrarse a esa Misericordia Divina y pedir para el mundo y para nosotros lo que nuestros méritos no merecen: Su misericordia.
“Escribe esto -le dirá nuestro Señor a sor Faustina-: Antes de venir como el Juez Justo, vengo como el Rey de Misericordia. Antes de que llegue el día de la Justicia, les será dado a los hombres este signo en el cielo:
Se apagará toda luz en el cielo y habrá una gran oscuridad en toda la tierra. Entonces, en el cielo, aparecerá el signo de la cruz y de los orificios donde fueron clavadas las manos y los pies del Salvador, saldrán grandes luces, que durante algún tiempo iluminarán la tierra. Eso sucederá poco tiempo antes del último día.”
He ahí la señal.
x cesaruribarri@gmail.com