De manera chocante, hasta para escándalo de muchos, dice Isaías que "el Señor quiso triturarlo con el sufrimiento". La pasión no fue un accidente que a Dios se le escapara de las manos, no hay rincones del universo o de la historia que eludan el ámbito de su voluntad. Ni causa directamenteel mal ni se da a escondidas de Él.
El Siervo quiere cargar con el pecado de todos, con el mal del mundo. Su cuerpo destrozado da perceptibilidad de lo que es el mal del mundo y del sufrimiento interno de Jesús. En el crucificado, conocemos lo que es el pecado, se nos hace patente. Y, en las almibaradas imágenes que de Él hacemos, se pone de manifiesto lo mucho que eludimos mirar de frente la verdad: "Ante el cual se ocultan los rostros". En la medida que vamos mirando el desfigurado rostro de Jesús, vamos siendo capaces de mirar nuestro propio pecado; vamos pasando de la atrición a la contrición, de evitar temerosos las consecuencias del mal causado a mirar con amor a quien hemos triturado con el sufrimiento que han originado nuestros pecados.
La hermosura destrozada hace perceptible el mal, pero también el amor misericordioso de Dios; el elevado en la Cruz nos atrae hacia sí, la belleza del Amor divino se nos hace ahí presente. En el Crucificado vemos el juicio divino, el no al mal, nos queda patente nuestra condición pecadora. Pero el que se ha dejado seducir por la atracción de su belleza desvelada bajo el velo de lo repulsivo y lo mira no queda encerrado en la desesperación del mal en que se encuentra, sino que, a la par que conoce la justicia, el no de Dios, ve abierta la esperanza a la misericordia.
Triturado por el sufrimiento para la misericordia.