San Juan de la Cruz es un maestro del Espíritu. Nos mete en Dios con una facilidad sorprendente, nos hace saborear la vida sobrenatural con una naturalidad deslumbrante y nos ayuda a descubrir la presencia de Dios en nuestra propia vida como auténtico doctor de la Iglesia que es. Su meta es la unión con Dios. Así se podría resumir todo el mensaje de este místico carmelita descalzo. Fray Juan de la Cruz busca, enseña y promueve la unión con Dios en su misma vida, en la de aquellos que le piden consejo y en la de todos los que leemos sus obras.
Uno de sus libros es Subida del Monte Carmelo. La síntesis que hace bajo el título confirma este programa de la unión con Dios: “Trata de cómo podrá un alma disponerse para llegar en breve a la divina unión”. Reconozco que no es el libro que más leo ni medito, pero también es verdad que sin la Subida no se puede crecer de verdad en la vida espiritual. Tiene mucho fondo y es el que más doctrina contiene. Es la obra más ambiciosa y más compleja de todas las que escribe el Santo de Fontiveros. Es más doctrinal que experiencial y eso la hace más pesada al faltar tantas imágenes y paisajes como por ejemplo en el Cántico espiritual. Pero la doctrina aquí expuesta es fundamental, necesaria y muy provechosa para profundizar en la vida espiritual de todos los que buscamos la unión con Dios.
En la Subida lo que presenta fray Juan es el camino a recorrer para encontrarse con Dios a través del ejercicio de las virtudes, la fe, la esperanza y la caridad, que nos hacen subir a lo más alto del Monte Carmelo, a la unión transformante con Dios. Basta un caso para asombrarnos de la riqueza que se esconde en esta obra de la Subida del Monte Carmelo. Todo el tratado se centra en Cristo. Algunos capítulos son sublimes porque hacen que el alma “toque” a Cristo de una manera que ni se imagina mientras se afronta el ascenso del Monte Carmelo. Me quedo con los capítulos 7 y 22 del libro segundo. Tiene tres libros dentro del mismo libro: Libro 1 (presentación general de la noche como proceso de purificación del alma para vivir unida a Dios), Libro 2 (ejercicio de la fe para purificar el entendimiento) y Libro 3 (ejercicio de la esperanza para purificar la memoria y ejercicio de la caridad para purificar la voluntad).
Nos vamos al encuentro con Cristo en pura fe. Vivir en fe para vivir en Cristo y gozarnos en Él cuando dejamos que le Padre nos hable. El capítulo 22 del segundo libro de la Subida es una síntesis perfecta de la presentación de Cristo como plenitud de la revelación divina. La maestría de San Juan de la Cruz alcanza tales límites que nos dejan enmudecidos cuando llegamos al corazón de este capítulo y nos encontramos con una oración-meditación-respuesta directa del mismo Dios Padre al creyente que pregunta, que pide y que no se conforma con lo que el Padre ya le ha dado que es nada menos que su Hijo Jesucristo. Todo ello lo centra en la escena de la Transfiguración en el Monte Tabor. La conocemos todos, pero explicada como lo hace aquí el místico y maestro fray Juan de la Cruz nos desborda. ¡Vamos a subir al Tabor!
¡El Padre nos lo ha dicho todo, nos lo ha dado todo! Por eso ya no habla ni dice nada más. Todo queda en Cristo, al que tenemos que escuchar, acoger y dejarnos llevar por Él:
“Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder que sea más que esto? Os he hablado, respondido, manifestado y revelado, dándoosle por hermano, compañero, y maestro, precio y premio. Porque desde aquel día que bajé con mi Espíritu sobre Él en el monte Tabor diciendo: Este es mi amado Hijo, en que me he complacido, a Él oíd; ya alcé yo la mano de todas esas maneras de enseñanzas y respuestas y se la di a Él. Oídle a Él, porque yo no tengo más fe que revelar, ni más cosas que manifestar” (Subida II,22,5).
¿Se puede decir mejor y más concentrado? El Padre ya ha hablado todo en su Hijo. No tiene más palabras que decir que su Palabra.
Nos ha dado a su Hijo, a Cristo y de qué maneras tan llenas de vida: ¡como un hermano que siempre nos invita a amar sinceramente a nuestro Padre y a vivir como verdaderos hermanos!, ¡como un compañero que siempre camina a nuestro lado para ir juntos hacia nuestro Padre!,¡ como un maestro que nos enseña siempre la manera de entender todo lo que nos dice nuestro Padre!, ¡como el precio que ha sido pagado para que nosotros podamos vivir siempre en nuestro Padre! y ¡como el premio que desde siempre nos ha prometido nuestro Padre!
El mismo Padre viene con su Espíritu en el monte Tabor para dejarnos claro que tenemos a su Hijo amado para todo lo que queramos. Él nos lo presenta junto con el Espíritu Santo y deja ya de manifestarse. Ahora es el tiempo del Hijo, que es quien nos lleva al Padre y al que tenemos que seguir con toda decisión, sin miedos ni escepticismos, sino dándonos del todo al Hijo y escuchándole de verdad. ¡Escuchemos a Cristo de la manera como nos lo presenta el Padre! ¡Escuchar y seguir a Cristo hermano, compañero, maestro, precio y premio nos cambia la vida! Eso es lo que nos quiere decir el Padre en el Tabor: ¡Escuchad a mi Hijo de este modo y todo será nuevo, distinto y transformador!
Por eso pedir más al Padre es hacer que Cristo vuelva a tomar carne y tenga que pasar de nuevo por la Pasión. ¿Nos damos cuenta de eso? Por si acaso el Padre nos lo explica con la ternura que le caracteriza:
“Que si antes hablaba era prometiendo a Cristo, y si me preguntaban, eran las encaminadas a la petición y esperanza de Cristo, en que habían de hallar todo bien, como ahora lo da a entender toda la doctrina de los evangelistas y apóstoles. Mas ahora, el que me preguntase de aquella manera y quisiese que yo le hablase o algo revelase, era en alguna manera pedirme otra vez a Cristo, y pedirme más fe, y ser falto en ella, que ya está dada en Cristo. Y así, haría mucho agravio a mi amado Hijo, porque no solo en aquello le faltaría en fe, mas le obligaría otra vez a encarnar y pasar por la vida y muerte primera” (Subida II,22,5).
¡Qué revelación del Padre! Hay que entender que el Padre antes de encarnarse su Hijo actúa y se manifiesta a través de las profecías y de la ley revelada a Moisés. Moisés pregunta y el Padre responde con gusto. Los profetas anuncian al Hijo, al Mesías, al Salvador, llenando el mundo de esperanza y es el Padre quién mueve a los profetas a ser testigos de la fe, la esperanza y el amor entre sus hijos hasta que llegue su Hijo como plenitud de la revelación. ¡La manera de llegar a esa plenitud es la Encarnación de su Hijo unida a su Pasión, Muerte y Resurrección! ¡Eso ya está realizado! ¡No necesitamos más! ¡Tenemos todo! ¡Cristo ha venido para manifestar todo lo que el Padre lleva en sus entrañas! ¡Y para que todo alcance plenitud entrega a su Hijo en una muerte de Cruz! ¡Y luego llega la Resurrección! ¿¿¿Qué más queremos pedirle al Padre???
¡No hay que pedirle nada más! ¡Sólo hay que mirar a su Hijo! Es el consejo con el que se cierra esta respuesta del Padre a todo aquel creyente que pide algo más porque su fe todavía no es fuerte: ¡Mírale! ¡Mírale en el Tabor transfigurado, pero mírale también y sobre todo en su carne humana y muriendo en una cruz donde se encuentra también la plenitud de la divinidad y donde el Padre y el Espíritu te esperan para darte todo lo que pides!:
“Pon los ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en Él aún más de lo que pides y deseas. Si pones en Él los ojos, lo hallarás en todo porque Él es toda mi locución y respuesta y es toda mi visión y toda mi revelación. Míralo tú bien, que ahí lo hallarás. Mira a mi Hijo, sujeto a mí y sujetado por mi amor. Pon solos los ojos en Él, y hallarás ocultísimos misterios y sabiduría, y maravillas de Dios, que están encerradas en Él. Mírale humanado y hallarás en eso más de lo que piensas porque en Cristo mora corporalmente toda plenitud de divinidad” (Subida II,22,5-6).
Es hoy segundo domingo de Cuaresma, domingo de la Subida del Monte Tabor.