MEDITAR LA SEMANA SANTA


Comenzamos una semana distinta. Semana Santa es la Semana grande del cristianismo. Entramos a ella con verdadero sigilo y respeto. Al franquear sus puertas el alma sensible se recoge en el silencio de un ambiente sagrado. Algo grande pasa en esta semana cuando una vez —la primera vez— hasta las piedras se estreme­cieron y se rasgó el velo de! Templo. En esta semana, muy apretadamente, se van a suceder una serie de acon­tecimientos misteriosos en la vida del Señor y de la naciente Iglesia.

El intenso Drama de la historia va a dar comienzo, y la Iglesia se estremece como si fuese la primera vez. La Liturgia, vigilante siempre para dar a Dios el culto debido con puntualidad, nos hace una llamada con voz distinta para que nos congreguemos en familia en torno a Cristo que sufre en la Pasión. Pasión incruenta hoy, pero auténtica Pasión. La Pasión de Cristo es el amor a los hombres, y hoy Cristo sigue padeciendo por el amor que nos tiene, y por nuestra falta de correspondencia.

 

No podemos dejarlo solo en estos días. La Semana Santa no puede convertirse en unos días de diversión a costa de Cristo crucificado. No está mal que nos aso­memos a la calle a contemplar las imágenes del histó­rico acontecimiento. Pero no olvidemos que nuestro lu­gar en estos días, preferentemente, está en el templo.

 

Ya has desperdiciado muchas Semanas Santas ¿Será tal vez ésta la primera vez que intentes en serlo apro­vechar este precioso tiempo acercándote a Dios, con el alma recogida y en gracia? ¡Inténtalo!


 

DOMINGO DE RAMOS

Con el corazón en la mano

Ya hemos dado el paso. Estamos en Semana Santa. Ayer fuimos aprisa a recoger nuestra palma o nuestro ramo de olivo para participar en la procesión. Hay que recibir al Señor que entra triunfante aclamado por to­dos. No sé si también has corrido a poner tu alma en paz. No sé si esa alegría que se nota en tu rostro es auténtica. No sé si esos ramos y esas palmas te dicen algo,

«Como toda fiesta cristiana, ésta que celebramos os especialmente una fiesta de paz. Los ramos, con su anti­guo simbolismo, evocan aquella escena del Génesis: es­peró Noé otros siete días y, al cabo de ellos, soltó otra vez la paloma, que volvió a él a la tarde, trayendo en el pico una ramlta verde de olivo. Conoció, por esto, Noé que las aguas no cubrían ya la tierra (Gen VIII, 10-11). Ahora recordamos que la alianza entre Dios y su pueblo es confirmada y establecida en Cristo, porque El es nuestra paz (Eph II, 14)» (Ibídem. N. 73)

La Iglesia recuerda en este día la entrada de Cristo en Jerusalén para consumar su misterio pascual. La li­turgia comienza bendiciendo los ramos con estas pala­bras: «Dios todopoderoso y eterno, santifica con tu bendición estos ramos, y, a cuantos vamos a acompa­ñar a Cristo aclamándole con cantos, concédenos, por él, entrar en la Jerusalén del cielo».

Somos peregrinos que cruzamos el mundo con los ojos clavados en el cielo. Miramos al cielo y miramos a la tierra donde pisamos para no salimos del camino. Estamos dispuestos, con el corazón en la mano, a reci­bir al Señor con júbilo. ¡Queremos que el Señor triunfe! ¡Queremos triunfar con el Señor! Somos hijos de Dios, y con El lo podemos todo. Cristo tiene que Reinar en nuestras vidas. Ha comprado el mundo con su sangre y todos somos de su propiedad.

Que estas palmas que portamos hoy con júbilo se conviertan durante todo el año en el símbolo del com­promiso contraído con Cristo que ha venido a Reinar so­bre nosotros. Que no tiremos estos ramos a la basura cuando llega el momento de la difícil cruz. Si estamos hoy con Cristo, procuremos también estar con El el día de las traiciones.

El  humilde borriquillo

Sí, sobre un borriquillo humilde hizo su entrada Jesús en la ciudad Santa. Id a la aldea de enfrente, y en cuan­to entréis, encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os preguntara por qué lo hacéis, contestadle: ´El Señor lo necesita´, y lo devolverá pronto... (Mt. 11,1-10. Montó el Señor so­bre el borrico, se valió el Señor de lo más humilde. Para que tú y yo vayamos exhibiendo nuestra valía y nos creamos que el éxito de Dios depende de nuestras cua­lidades o de los medios. Un simple asno. Un animal callado, sufrido, constante, sin relieve. En el silencio, en la cruz, en la constancia, en la modestia encontra­remos al Señor. El se apoya en nuestra debilidad.

Eñ otras ocasiones despreciamos a los demás porque los consideramos poca cosa. En israel el asno no era animal de ofrenda sacrificial; no tenía categoría para eso. Era animal de caravana, de trabajo, de carga y de cabalgadura. Solemos mirar por encima del hombro lo que no brilla socialmente. Y llega Cristo y nace en un pesebre, y acoge a los niños, come con los pecadores, vive de limosna, es despreciado, condenado a muerte, y ejecutado en una cruz como un vulgar malhechor. Y muere sin nada.

Estos son los medios que a Dios agrada. «Echa lejos de ti esa desesperanza que te produce el conocimiento de tu miseria. Es verdad: por tu prestigio económico, eres un cero..., por tu prestigio social, otro cero..., y otro por tus virtudes, y otro por tu talento...

Pero, a la izquierda de esas negaciones, está Cris­to... y ¡qué cifra inconmensurable resulta!» (Camino, n. 473)

¡Puedes! ¡Vales! Dios sólo exige docilidad, buena vo­luntad, esfuerzo, perseverancia, deseos de santidad, que seas una herramienta manejable y útil; lo demás lo po­ne El. «¡Animo! ¡Tú... puedes. —¿Ves lo que hizo la gra­cia de Dios con aquel Pedro dormilón, negador y cobar­de..., con aquel Pablo perseguidor, odiador y pertinaz?» Ibídem, n. 483)

Y Jesús, rodeado de medianías, de gente humilde, y sobre un asno, entra oficialmente en la gran ciudad. Los niños hebreos, llevando ramos de olivo, salieron al en­cuentro del Señor aclamando: ¡Hosanna en el cielo!

Tú y yo, con todas nuestras miserias a flor de piel, también nos apresuramos a recibir al Señor. Con toda humildad ponemos a su disposición lo poco que tene­mos. Esto, ya es mucho.

 

 

 

En marcha

Como la muchedumbre que aclamaba a Jesús, acom­pañemos también nosotros con júbilo al Señor.

Y nos ponemos en marcha con los ramos en la mano. El pueblo de Dios siempre ha sabido mucho de pere­grinaciones y marchas. La historia del antiguo pueblo de Israel es la historia de su marcha constante al en­cuentro del Señor. De acuerdo con la Ley los israelitas estaban obligados a tres peregrinaciones: por Pascua, Pentecostés y en la fiesta de los Tabernáculos. Los ju­díos de la diáspora estaban obligados a hacer, a lo lar­go de su vida, una peregrinación por lo menos. Según la predicación de los profetas también los paganos pe­regrinarán hacia Jerusalén. El Nuevo Testamento habla igualmente de peregrinaciones.

El cristiano ha de estar en marcha constante. Sin que­darse instalado en una vida aburguesada. Tenemos que acompañar al Señor que no para, y gritar con el salmis­ta: ¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las an­tiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria... Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo, porque el Señor es sublime y terrible, empe­rador de toda la tierra.... (Ps. 23, 46)

Gritad a todos que el Señor viene. Que el Rey de la gloria está aquí. Que se abran las puertas de todas las almas, porque el Señor va a entrar. Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puer­ta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo  (Apoc.3,20). Es día de dejar respetos humanos y ridículas cobardías. Es día de sentirnos de verdad niños y seguir gritando: ¡Glo­ria, alabanza y honor! ;Gritad hosanna y haceos como los niños hebreos al paso del Redentor! ¡Gloria y honor al que viene en el nombre del Señor! (De la liturgia del día)



Pero, ¡cuidado!, que no se nos vaya la fuerza por la boca. «Obras son amores...». «Nada más lejos de la fe cristiana que el fanatismo, con el que se presentan los extraños maridajes entre lo profano y lo espiritual sean del signo que sean. Ese peligro no existe, si la lucha se entiende como Cristo nos ha enseñado: como guerra de cada uno consigo mismo, como esfuerzo siempre reno­vado de amar más a Dios, de desterrar el egoísmo, de servir a todos los hombres. Renunciar a esta contienda, con la excusa que sea, es declararse de antemano de­rrotado, aniquilado, sin fe, con el alma caída, desparra­mada en complacencias mezquinas.

Para el cristiano, el combate espiritual delante de Dios y de todos los hermanos en la fe, es una necesidad, una consecuencia de su condición. Por eso, si alguno no lu­cha, está haciendo traición a Jesucristo y a todo su cuer­po místico, que es la Iglesia» (Es Cristo que pasa, n. 74). Hoy, tú y yo, cogemos las armas de la
paz y nos lanzamos a la lucha con moral de triunfo.


 Juan García Inza
juan.garciainza@gmail.com

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