O tal es, por lo menos, de lo que pretende convencernos el controvertido productor cinematográfico canadiense Simcha Jacobovici en su último documental titulado “Los clavos de la cruz”, mientras exhibe lo que indudablemente parecen ser dos clavos terriblemente ajados por la acción del tiempo, uno de ellos más completo y retorcido, y el otro incompleto.
 
            El Sr. Jacobovici, el mismo que “localizara” en 2007 “la tumba de Jesús” y de paso la de toda su familia (la tumba de Talpiot se da en llamar, por el barrio en el que fue hallada), dice haber encontrado los clavos en la tumba de Caifás(*) el presidente del sanedrín que condenó a muerte a Jesucristo, lo que hace el descubrimiento más fantasioso todavía, si cabe. Nada más que para contextualizar la historia que pretende “vendernos” el Sr. Jacobovici, ¿se imaginan Vds., por poner sólo un ejemplo, al Sr. Garzón, el juez por antonomasia, haciéndose enterrar el día en que le llegue la hora como a todos, con las llaves de la cárcel en la que encerró, no sé, al Sr. Camps, pongo por caso, si algún día lo hubiera conseguido?
 
            El titular, sin embargo, me viene a mi que ni pintado, tanto por las fechas en las que nos hallamos, en las que conmemoramos, precisamente, la crucifixión a la que esos clavos corresponderían, como para comentar alguno de los hallazgos, bastante menos fantasioso por un lado, y mucho más revelador por otro, producido hasta la fecha en las inagotables y fructíferas prospecciones arqueológicas realizadas en los últimos años en Israel.
 
            Me estoy refiriendo a uno de los grandes descubrimientos arqueológicos del s. XX, absolutamente informativo por lo que a la practica de una crucifixión en tiempos de Jesús y en la zona geográfica en la que Jesús fue crucificado se refiere, que no es otro que el del llamado Crucificado de Giv’at a Mivtar,  el cadáver de un desafortunado joven de unos 24-28 años, de nombre Jehohanan bar Haggol (Jehohanan hijo de Haggol) según reza el osario en el que fue hallado, descubierto en la localidad de Giv’at a Mivtar, al noroeste de Jerusalén, en el año 1968.
 
            Pues bien, dicho cadáver apareció, para mayor fortuna de los investigadores que lo hallaron y estudiaron, con uno de los clavos utilizados en su suplicio, por la nada desdeñable razón de que se había adherido en modo tal al cuerpo a cuya terrible muerte había contribuido, que a sus amortajadores les había sido imposible extraerlo. Una extracción que cabe suponer siempre se hacía, o al menos siempre se intentaba. Primero de todo, porque efectivamente un clavo no era entonces algo que uno comprara en una ferretería a la vuelta de la esquina como con toda naturalidad hacemos hoy. Pero segundo, y no menos, porque como conocemos por textos de la época, los clavos utilizados en una crucifixión tenían su mercado muy especial, considerados, como se los consideraba, medicinales para la curación de algunas enfermedades.
 
            Al bueno de Jehohanán lo crucificaron de una manera que poco tiene que ver con lo que acostumbramos a imaginar cuando de la crucifixión de Jesús se trata. Y es que al pobre desgraciado le clavaron los brazos por la cara anterior del tercio inferior del antebrazo, entre el cúbito y el radio, una de las maneras en las que resolver, tal vez, el más importante problema que planteaba una crucifixión: el de la sujeción del condenado a la cruz de su tormento.
 
            Clavar a un crucificado al patíbulo, como así se llama el palo horizontal de la cruz, por las manos, tal cual se acostumbra a representar a Jesús, habría producido su rápida caída de ella, por lo que es obligado imaginar otras soluciones. Una de ellas ha sido la del clavado por las muñecas (ver imagen a la derecha), en el espacio que se da en llamar de Desot, la parte que la une al brazo, entre el hueso ganchoso, el piramidal, el pisiforme, el semilunar, el grande, el escafoides, el trapecio y el trapezoides. Solución que, por otra parte, obliga a pensar en verdugos con amplios conocimientos de anatomía y cirugía, pero que bien pudo ser como se produjera la crucifixión de Jesús, ya que en el único pasaje canónico que nos aporta algo de luz al respecto, aquél en el que Jesús se encuentra ante el apóstol Tomás, el evangelista Juan (ver Jn. 20, 27) aclara que Jesús, efectivamente, fue clavado en las manos (o al menos, en sus inmediaciones, las muñecas tal vez). Hay no obstante otras soluciones posibles, pero no voy a desvelárselas por el momento, para que lean Vds. cuando salga (si alguien quiere publicármelo), el libro que estoy preparando sobre la crucifixión de Jesús.
 
            Por lo que se refiere a los pies, a nuestro desgraciado Jehohanan se los clavaron al madero de una manera cuanto menos inesperada, ya que el clavo no le entraba frontalmente, sino por los laterales externos del tobillo (ver imagen arriba), para adherir el pie a los laterales del estípite, así llamado el palo vertical de la cruz.

            Es precisamente uno de sus pies al que se quedó adherido el clavo que ha sido hallado, clavo que era de hierro, de corte cuadrangular, con una longitud de 11,5 centímetros y una amplia cabeza que permitía máxima presión. Es muy probable que para aumentar la presión del clavo sobre la extremidad se utilizara un trozo de madera, que actuaría a modo de arandela. La separación existente en el clavo que atravesó los pies de Jehohanán, respecto de los mismos sugiere tal posibilidad.
 
 
            (*)Hallada en 1992.
 
 
 
De la desnudez de Jesús sobre la cruz en la literatura cristiana
De la desnudez de Cristo sobre la cruz en la iconografía cristiana
De la secta ahmadí que venera a un Jesús muerto con 120 años en India
Del año en que Jesús fue crucificado, que no fue el 33 sino el 30