Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusarse a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón. (San Agustín. Sermón 19,2)
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La Cuaresma va tocando a su fin. Ya con la Semana Santa tan cercana no viene mal repasar algunos textos de los Padres de la Iglesia, para que con ese lenguaje tan directo y vivo, nos ayuden a profundizar en la conversión.

Señor ¿Soy un hombre sin remedio? ¿Miro a los demás buscando su pecado? ¿Estoy preparado para morderles, despreciando corregirles con caridad y afecto? ¿Soy de los que acusan a los demás para ocultar mis culpas e impotencias?
 
¿Quien puede pedir perdón a Dios realmente? Quien no se perdona a si mismo. Dios es el que perdona y nos da la Gracia que nos convierte. Nosotros, a lo sumo, podemos olvidar nuestros errores sin llegar a transformarnos. Reflexionando sobre este texto se encuentran muchas claves del sacramento de la reconciliación y porque es como es y no de otra forma.

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Señor perdona nuestros pecados y sobre todo,
perdona que olvidemos que el perdón, 
que convierte, que transforma,
sólo puede provenir de Ti.
Amén