Una verdad revelada muy consoladora es que somos HIJOS DE DIOS. Esta condición nuestra regalada por el Señor condiciona toda nuestra vida espiritual. Dios no es solo nuestro Creador, sino nuestro Padre. Y por eso nuestra relación con El es de absoluta confianza, como un buen hijo con su padre. Jesucristo nos lo recordará con insistencia, y nos enseñó el Padrenuestro como modelo de oración. Nos dirigimos a Dios como lo que es: nuestro Padre que está en el cielo y con nosotros en la tierra.
Todos los santos han vivido esta realidad. Algunos con más intensidad que otros. Traemos al Blog alguna de las enseñanzas de San Josemaría Escrivá sobre la filiación divina.
¿Qué es la filiación divina? Un cristiano es un hijo de Dios, en virtud del bautismo. Esta verdad básica del cristianismo ocupa un lugar fundamental en el espíritu del Opus Dei, como enseña su fundador: «La filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei». En consecuencia, el Opus Dei fomenta la confianza en la providencia, la sencillez en el trato con Dios, un profundo sentido de la dignidad de todo ser humano y de la fraternidad entre los hombres, un amor cristiano al mundo y a las realidades creadas por Dios, la serenidad y el optimismo.
«Todos los hombres son hijos de Dios. Pero un hijo puede reaccionar, frente a su padre, de muchas maneras. Hay que esforzarse por ser hijos que procuran darse cuenta de que el Señor, al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y confianza con El que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna!». Un cristiano es un hijo de Dios, en virtud del bautismo. La paternidad de Dios es una verdad revelada por Cristo en el Evangelio y forma parte importante de la doctrina cristiana. Quiso Dios que en el alma de Josemaría Escrivá de Balaguer se grabara esta verdad ser en Cristo, hijo de Dios- con gran intensidad en un momento concreto: «Aprendí a llamar Padre, en el Padrenuestro, desde niño; pero sentir, ver, admirar ese querer de Dios de que seamos hijos suyos..., en la calle y en un tranvía una hora, hora y media, no lo sé; Abba, Pater! tenía que gritar».
De modo especial en los momentos y situaciones más dolorosas el cristiano se sabe hijo de Dios: «Cuando el Señor me daba aquellos golpes, por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras. Tú eres mi hijo, tú eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba, Pater!; Abba!, Abba!, Abba! Ahora lo veo con una luz nueva, como un nuevo descubrimiento: como se ve, al pasar los años, la mano del Señor, de la Sabiduría divina, del Todopoderoso. Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón lo veo con más claridad que nunca- es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios». La filiación divina así sentida lleva a conducirse de acuerdo con ella: fomenta la confianza en la providencia divina, la sencillez en el trato con Dios, un profundo sentido de la dignidad de todo ser humano y de la fraternidad entre los hombres, un verdadero amor cristiano al mundo y a las realidades creadas por Dios, la serenidad y el optimismo. «Descansad en la filiación divina. Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día, y dile -a solas, en tu corazón- que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo. Supone un auténtico programa de vida interior, que hay que canalizar a través de tus relaciones de piedad con Dios -pocas, pero constantes, insisto-, que te permitirán adquirir los sentimientos y las maneras de un buen hijo». Para vivir como hijos de Dios y sostener el empeño por santificar las ocupaciones ordinarias, los cristianos necesitan «la frecuencia de Sacramentos, la meditación, el examen de conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo con la Virgen Santísima y con los Angeles custodios...». Además, para identificarse con Jesucristo, buscan la penitencia que les lleva a ofrecer sacrificios y mortificaciones, especialmente aquellas que facilitan el cumplimiento fiel del deber y hacen la vida más agradable a los demás, así como la renuncia a pequeñas satisfacciones, el ayuno y la limosna. «Fomenta tu espíritu de mortificación en los detalles de caridad, con afán de hacer amable a todos el camino de santidad en medio del mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia».
El 16 de octubre de 1931, envuelto en preocupaciones, san Josemaría rezaba en un tranvía de Madrid. Aquella oración hecha en la calle- le llevó a comprender con especial hondura que era hijo de Dios. Abba, Padre!, rezó en voz alta. El 16 de octubre fue jornada memorable, cuajada de oración. Uno de esos días en que apenas consiguió leer unas líneas del periódico, pues lo pasó arrebatado en unión contemplativa: Sentí la acción del Señor, que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía [...]. Probablemente hice aquella oración en voz alta. Os podría decir hasta cuándo, hasta el momento, hasta dónde fue aquella primera oración de hijo de Dios. |