Me ha parecido una preciosa historia de amor, una historia de amor en la distancia, de amor irracional, de amor inexplicado, platónico, espontáneo, como Vds. quieran, pero de amor, y por eso se la voy a contar a Vds.
El 30 de marzo de 1987 el cuadro “Los girasoles” de Van Gogh era vendido por la famosa casa de subastas Christie’s alcanzando la astronómica cifra de 22 millones y medio de libras más las comisiones pertinentes, cifra que pulverizaba entonces todos los registros conocidos en el mundo del comercio de arte.
El comprador era el empresario japonés Yasuo Goto, propietario de la firma Yasuda Fire and Marine Insurance; el cuadro, la tercera copia existente de un mismo tema por nombre “los Girasoles”, con un ejemplar en la National Gallery de Londres y otro en el Museo Van Gogh de Amsterdam; la intención, exhibirlo en el Seiji Togo Memorial Yasuda Kasai Museum of Art de Tokyo.
A partir de ese momento, al cuadro empezó a llamársele “los Girasoles de Yasuda”. Y la historia no habría pasado de engrosar los diversos records guiness que en el mundo son de no ser por un problema "menor" que afectaba al lienzo del gran pintor holandés. Y es que sobre él, -agárrense a la silla-, recaía y recae aún hoy, después de haber pagado cifra tan descomunal, una, si no acreditada, sí por lo menos extendida sospecha de falsificación.
Junto a algunos argumentos relativos a la técnica pictórica no excesivamente concluyentes, el principal testimonio a favor de su falsedad parece ser el hecho de no venir citado ni en la nutrida correspondencia que Vincent sostenía con su hermano y mecenas Theo, al que le unía una relación especialmente fraternal y comunicativa, ni tampoco en el inventario que de la obra de Van Gogh realizaría su cuñada, Johanna van Gogh-Bonger, cuando la recibe como herencia al morir su marido Theo Van Gogh.
¿Qué había llevado entonces al “imprudente” comprador japonés a realizar tamaño desembolso por un cuadro sobre el que recaía una sospecha tan indeseable desde el punto de vista no sólo artístico, sino económico?
Difícil de saber. Nunca se ha expresado sobre el tema, ni tampoco ha permitido investigación alguna sobre la autenticidad del lienzo, una apuesta que cualquier buen inversor podría haber considerado interesante de cara a multiplicar el valor del cuadro en el mercado si se demostrara su autenticidad, aunque fuera al elevado precio, bien es verdad, de desvelar si no, y con carácter incontestable, su posible y devastadora falsedad.
Pero tal vez la razón no sea económica y haya que encontrarla en esa historia de amor de la que les hablaba al principio. El caso es que Van Gogh estaba profundamente enamorado del Japón, y particularmente del arte japonés. Portaba consigo una nutrida colección de pinturas japonesas, tan importante como su economía le alcanzaba a permitirse, alguna de cuyas piezas incluso retrató en sus obras, como es el caso de la estampa que aparece como fondo en su “Autorretrato con la oreja cortada” realizado en Arles.
La historia de amor, -quizás la única en su vida, porque al pobre y enamoradizo Van Gogh, como antes a un artista de talla no menor como Beethoven, no acompañó nunca el éxito con el sexo bello-, sí será en este caso una historia de amor correspondido con desenlace feliz, convirtiéndose el buen holandés en el pintor favorito de los japoneses.
Tanto así que su tumba en Auvers sur Oise aparece a menudo adornada con flores enviadas desde el lejano Imperio del Sol Naciente. Y lo que es aún más revelador: existe, si no una moda como tal, sí una cierta tendencia a que muchos japoneses ordenen enviar sus cenizas, una vez que abandonan este mundo cruel, a reposar en Francia junto a las del loco de Arles, promesa que cumplen sus apenados y comprometidos deudos de manera probablemente clandestina o casi.
Cuando en 1945, en plena Guerra Mundial, se producen los terribles bombardeos norteamericanos sobre la ciudad de Tokio, -un bombardeo que produjo 200.000 víctimas civiles, y al que la caprichosa y voluble historiografía vuelve la cara mirando para otro lado, mientras prefiere cargar las tintas en otros bombardeos con unas decenas de bajas- una de las víctimas colaterales de la terrible destrucción es precisamente el único Van Gogh que existía en el país-isla-imperio, objeto de un amor rayano en la devoción por parte de los japoneses.
Y ahora la pregunta que me hago: ¿reparaba Yasuo con su compra temeraria y arriesgada, ajena a todos los principios que deben guiar la actuación de un inversor avezado como él, la última deuda (o la penúltima) que Japón tenía con su atribulada historia? ¿Se permitía dedicar parte de su fortuna a propiciar un nuevo encuentro entre esos dos enamorados que eran su maltratado pueblo y el no menos maltratado Van Gogh, ofreciendo a ambos una nueva oportunidad de reencontrarse, aunque fuera de noche y sin mucha luz, y rehacer así la hermosa historia de amor destruida por una guerra perdida con tanta destrucción que hasta obligó a su emperador a reconocer que no era Dios?
Quién sabe, puede que no, pero puede que sí, ¿no les parece? Los millonarios repodridos de millones pueden hacer muchas cosas malas, y a menudo las hacen, pero pueden también hacerlas buenas, y cuando las hacen, son gigantescamente buenas y pueden ser tan excéntricas como desinteresadas.
Y con esta noticia me despido por hoy, no sin desearles como siempre que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos, tanto como el que tal vez Yasuo haya hecho a sus compatriotas devolviéndoles la obra del pintor al que más quieren y permitiéndoles así renovar una historia de amor que nunca debió acabar… Y eso, aunque no esté claro si el novio es verdaderamente el novio. Ahora bien, si a la novia se lo parece, ¿por qué no había de serlo? ¿A quién le interesa entonces desvelar el entuerto? ¿Acaso no era feliz Don Quijote con una Dulcinea que sólo en su imaginación existía?
©L.A.
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