Lo que se ha dado en llamar “cristianofobia” –el odio a los cristianos, en una traducción literal, aunque en realidad habría que decir que es sobre todo el odio a los católicos- libra su peculiar lucha contra la Iglesia con victorias y con derrotas. Va a perder la guerra, como la ha perdido desde hace dos mil años, pero hay momentos en que parece que todas las cosas le salen bien y gana batalla tras batalla. Esto, sin embargo, está cambiando. Probablemente porque la crisis económica, unida a la amenaza islamista, esté haciendo despertar a más de uno que, más por interés que por convicción, están aflojando el nudo corredizo que habían puesto en el cuello de la Iglesia con el propósito de estrangularla. “No es la hora –se están diciendo-, dejémoslo para más adelante”. No saben que nunca ha sido su hora y que incluso su minuto ha pasado.

En estos últimos días han ocurrido varias cosas que indican que estamos ante un cambio de ciclo o, al menos, ante una tregua. Por un lado, el ataque sacrílego por un grupo de gays y lesbianas a una capilla de las que hay en las Universidades públicas madrileñas. Es un caso más de “cristianofobia”. Esos jóvenes universitarios podrían –y deberían- ir a protestar contra el Gobierno que es culpable de que la mayoría de ellos no vayan a tener trabajo cuando terminen sus estudios; en cambio, van a insultar y agredir a una Iglesia que alimenta a un millón de familias sin empleo; es absurdo, pero es una prueba más de lo podrida que está una parte amplia de la juventud española. Sin embargo, y aunque al principio el rector izquierdista de la Universidad donde se ha producido la agresión alentó a los atacantes quitando importancia al hecho, la reacción ha sido tan amplia y tan intensa, que la policía ha tenido que intervenir y ha detenido a cuatro de los agresores. El ataque, por lo tanto, se ha vuelto contra ellos, quizá porque el clima ha cambiado, pues en otro momento es muy probable que, tras éste, se hubiera optado por cerrar la capilla.

Más importante aún que esto es la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que, fallando contra sí mismo en segunda instancia, ha decidido que no viola ningún derecho de ateos, musulmanes u otros, el que haya un crucifijo en una clase de un colegio público. Año y medio después de que el mismo Tribunal, en primera instancia, decidiera por unanimidad que había que quitar los crucifijos, ahora por amplísima mayoría dice que son perfectamente compatibles con los derechos de todos y que el que no quiera verlos que mire para otro lado. ¿Se podría haber dado este cambio sin la valiente batalla que muchos católicos están dando tanto en política como en medios de comunicación o en las calles? No. Pero tampoco se habría producido esta derrota a la “cristianofobia” si no hubieran cambiado las cosas a nivel internacional. Con los islamistas asentados en el Mediterráneo y dentro de la misma Europa postcristiana, recuperar las señas de identidad si no se quiere desaparecer se ha vuelto algo urgente. La hora del “diálogo de las civilizaciones” está pasando. Hay que dialogar con Dios y con los hombres, entre otras cosas porque las civilizaciones no son seres vivos y por lo tanto no pueden dialogar unas con otras. Estamos ante un cambio de ciclo que viene de la mano de una terrible crisis que afecta al futuro de Occidente. ¿Estaremos a tiempo de introducir las modificaciones necesarias para evitar la tragedia? ¿Nos dejarán hacerlo?

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