Quizás el tono de este artículo puede resultar un poco duro a algunos, pero estoy poniendo en juego mi propia fe, y esto es especialmente duro para mi. Hoy siento la necesidad de gritar, y lo hago desde las más profundas tinieblas, y a ellas debo añadir el tormento de un ensordecedor ruido de polémicas que sólo contribuyen a hacer más profunda esa oscuridad.
Vaya, pues, mi grito por delante: ¿dónde está Dios?. El incesante griterío de voces humanas, demasiado humanas, me oculta por completo a Aquél que es el Único que puede dar razón de mi propia vida y de todas las demás cosas. Pero yo no tengo derecho en absoluto a pedir silencio, yo también formo parte del estruendo. De forma que hoy la angustia me mueve hacia algo que también cuenta con larga tradición en la Iglesia Católica, me mueve hacia el desierto. Hoy siento que sólo puedo volver a ver a Dios lejos de los hombres, en la soledad y en el silencio. Hoy siento que los cristianos de nuestro siglo no tenemos más que un único camino válido, la mística: todos los demás se han pervertido.
Se ha pervertido el camino de los doctrinarios. Los doctrinarios son aquellos que se atizan mutuamente esgrimiendo una y otra vez doctrinas, siendo su principal bandera la llamada Doctrina Social de la Iglesia. ¡Magnífica doctrina!, pero ¿dónde está Dios?. La doctrina, al igual que la teología, no son más que construcciones de la razón humana para hacer inteligible a Dios. Pero cuando ya no se entiende nada, lo único que se busca es a Dios mismo, con todo lo ininteligible que sea.
Y ves de una parte a todos los que en nombre de esa doctrina reparten excomuniones a diestro y siniestro exigiendo que toda la legislación esté inspirada en esa Doctrina Social de la Iglesia, y uno se siete rodeado de zelotes, aquellos zelotes del Evangelio que buscaban la venida de un reino político. ¿Reinado Social de Jesucristo sobre la tierra? ¿Qué clase de herejía zelota es esa?
Otros buscan la defensa a ultranza de los más puros y rígidos preceptos de antiguos rituales, lo cual trae a la memoria inmediatamente a los fariseos del Evangelio, que a su vez cargan sobre los hombros humanos la más pesada losa de escrupulosos cumplimientos diarios. Todos parecen olvidar una cuestión básica: estamos en la era de la muerte del hombre, los sujetos, los individuos particulares, las personas, están destrozadas y desestructuradas interiormente, están rotas... ¿estamos rotos?
Parece olvidarse que aquél Jesús de Nazareth vino precisamente a sanar corazones, a reparar al hombre roto, a inundar de misericordia toda nuestra ingente miseria ¿Dónde está él?. No puedo verle en disputas acerca de planteamientos tradicionalistas, no puedo verle en las luchas políticas sobre "reinados sociales", no puedo verle en militancias ni causas providas, tantas doctrinas sociales me lo ocultan, sólo veo ideologías, ideologías, ideologías, que son, como todas, otra vez humanas, demasiado humanas.
Y están esos otros zelotes que también buscan un "reinado social y político" basado en la liberación, en la justicia social y en esos postulados que la limitadísima razón humana no puede sino bautizar como "de izquierdas". Más zelotismo, a fin de cuentas. Pero cuando les pregunto por Dios, no saben responderme: ¿realmente aquél hombre resucitó después de haber muerto? ¿realmente existe Dios?
Y veo también a los saduceos, todos aquellos que andan en lo más práctico en cada momento, en buscar componendas con el Imperio, con la autoridad política, afanados en salvar lo más posible ciertos "status" , aunque sea a costa de poder seguir proclamando a gritos la Verdad. ¿De qué me sirve mantener vigentes ciertos acuerdos si yo pierdo a Dios? ¿de que me sirve mantener la clase de Religión Católica en la escuela si yo pierdo a Dios? ¿De me que sirve combatir ciertas legislaciones si yo pierdo a Dios?
Y están también los escribas, los levitas y los sacerdotes del templo ¡Ah, dirán algunos! ¿nos acusa usted a todos? ¿y donde se coloca usted en este fresco que nos pinta? ¡Ah! contestaré, soy muy afortunado. Yo también tengo mi acomodo en este paisaje evangélico, y es perfectamente acorde con lo que veo en mi interior, se lo aseguro: yo soy la prostituta, el ciego del camino, el pordiosero, el samaritano, el publicano, el paralítico.
Y puedo asegurar que mis gritos dejarían acallados los de aquél ciego de Jericó, pues nacen de un desgarro desconocido entonces, de la angustia del hombre postmoderno, del horror y de la nausea de los posthumanos del siglo XXI. Puedo asegurar que mi grito nace del espanto más profundo, aquel que sobreviene cuando el hombre ha quedado aislado consigo mismo para dar cuenta de todo, y descubre que no puede dar cuenta de nada.
Y ante eso, sólo ve una pelea contínua y un griterío constante de doctos y sabios adoctrinándose mutuamente y pontificando sobre legislaciones y reinados sociales. Y entonces se dirige al único sitio donde quizás vuelva a ver ese rostro que es la encarnación pura de la misericordia, al desierto, donde no hay hombres ni gritos, y sólo con su propio grito vuelve a insistir: ¿Donde estás, Dios Mío?