Mucho me ha llamado la atención el enfoque que sobre la cuestión de la sentencia que impedía a una pareja británica adoptar a un niño por haber manifestado que el estilo de vida homosexual no era bueno, ha realizado el Primer Ministro británico, David Cameron, por cierto, del Partido Conservador. Como sabrán Vds. por este mismo diario, Cameron no sólo ha dicho que, en su opinión, “debemos respaldar la sentencia emitida”, sino que, como colofón, ha añadido:
 
            “Los cristianos han de ser tolerantes, cordiales y abiertos hacia la homosexualidad”.
 
            Lo peor es que, a continuación, la pobre Sra. Johnson, que merece todo mi respeto y admiración por haber sido capaz de criar a quince niños, además de los cuatro con los que la naturaleza regaló a su persona, atrapada como el más inocente ratoncillo en la trampa que le pusiera Cameron, ha respondido al Primer Ministro de su Real Majestad:
 
            “El decía que era cristiano, pero después de lo dicho ayer, ya no sé que pensar”.
 
            Y en la misma línea, Anne Widdecombe, ex ministra de prisiones en el gabinete conservador de John Major, y compañera de partido, en consecuencia, del Premier británico, aún ha abundado:
 
            “Ya va siendo hora de que el Gobierno sea tolerante, cordial y abierto hacia los cristianos”.
 
            Declaraciones, las dos, la de la Sra. Johns y la de Anne Widdecombe, que no por bien intencionadas dejan de ser desacertadas, al caer en la trampa cameroniana de focalizar la cuestión como si estuviera relacionada con la “ideología cristiana”. Lo que amén de privar al cristianismo de su condición de cosmología en la más amplia expresión de la palabra, estrechamente vinculada al derecho natural y al proceso que ha conducido a la civilización del ser humano, y reducirlo a “una ideología más” como cualquier otra, la tilda, una vez así reducida, de anticuada, desfasada, intolerante y casi exótica.
 
            Por mucho que en el estrecho horizonte de los europeos, que a pesar de la universalización de la enseñanza continuamos sin ser capaces de ver un poquito más allá de los Urales y del Mediterráneo, así parezca, la homosexualidad como conducta no ha tropezado con el cristianismo. Ha tropezado con la totalidad de las cosmovisiones humanas que conforman el mundo como lo conocemos: ¡qué decir del mundo islámico, qué decir del judaísmo! ¿Sabían Vds. que para adoptar una niña china –uno de cada cinco habitantes del mundo es chino- lo último que hay que decirle al Gobierno chino, como muy bien saben los muchísimos españoles que lo intentan, es que la persona que adopta es homosexual?
 
            No sólo eso. Es que es justamente en el ambiente cristiano donde la homosexualidad, por muy castigada que lo haya sido, -que lo ha sido, reconozcámoslo-, ha hallado, después de todo, mayor comprensión. Tanta que al día de hoy, son sólo países cristianos aquéllos en los que los homosexuales se pueden casar. No espere Vd. encontrar esa posibilidad ni en países budistas, ni en países taoístas, ni en países hinduistas, ni en países islámicos, ni en países animistas, ni en ningún otro ismo que se les puedan ocurrir, distintos de los países cristianos que lo han hecho. Países en los que, más allá de que muchos como yo estemos en contra de que los homosexuales puedan contraer matrimonio por la sencilla razón de que el matrimonio, según lo entendemos, no es una cosa de homosexuales o de heterosexuales, sino de hombres y mujeres, nadie duda de la dignidad inherente a una persona homosexual, idéntica a la de cualquiera que no lo sea. Ni tampoco de su derecho a conducirse como tal en el respeto a lo que son las normas del buen gusto y del decoro, exactamente igual que lo ha de hacer una persona heterosexual.
 
            La cuestión que se dilucida hoy en Gran Bretaña, nada tiene pues que ver con el cristianismo, por mucho que el cristianismo proclame una determinada ética de las relaciones sexuales, por cierto, por lo que a homosexualidad se refiere, idéntica a la del resto de las grandes cosmovisiones mundiales.

            Tiene que ver con algo incluso más importante, si cabe, y que es lo que el Sr. Cameron intenta desfocalizar con la suficiente habilidad como para haber conseguido que todos cayeran en la trampa. La cuestión tiene que ver con derechos humanos de primera generación y de la mayor importancia, como lo son el derecho al libre pensamiento, el derecho de expresión, y el derecho de los padres a educar a sus hijos de acuerdo a sus propias convicciones. Derecho éste último, por cierto, conculcado en Europa –y no digamos en España-, en los últimos tiempos, hasta límites que hace sólo unos años nos habrían parecido no sólo inverosímiles, sino escandalosos, en un intento a la desesperada por parte del estado, de reemplazar en la titularidad del mismo a los que son sus titulares naturales según lo dicta el derecho natural: los padres, los progenitores.

            Derechos, por cierto, los tres, el de libre pensamiento, el de libre expresión, y el de los padres a educar a sus hijos de acuerdo a sus propias convicciones, que son aquéllos de los que, con la mayor impunidad, se han visto privados los Johns, con la aquiescencia de todo un Premier del Partido Conservador. Y todo ello, en pago del apoyo que se espera de un lobby al que algunos reconocen poderoso y muy conveniente para sostenerse en el poder. Y lo que es aún peor, en perjuicio de un niño que habría encontrado en el de los Johns, el más cálido y acogedor de los hogares.
 
 
 
 
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