23 de noviembre de 1927
Despertó el P. Pro con mucho dolor de cabeza, por lo que se tomó una aspirina y dijo: No sé porque presiento que algo nos va a pasar hoy. Pero no te apures, pidámosle a Dios su gracia y Él nos la dará.
A las 10:00 am se presentó en el sótano Mazcorro, jefe de las Comisiones de seguridad, y dijo en voz alta: -¡Miguel Agustín Pro! El Padre estaba sin chaqueta y por orden de Mazcorro se la puso. Después sin decir nada, apretó la mano de Roberto y partió. Salió de los sótanos con las manos entrelazadas por delante y miró tranquilamente a los espectadores.
Mientras caminaba hacia el paredón, se le acercó el agente Quintana y le pidió perdón. El Padre le contesto:
-No solo te perdono, sino que te doy las gracias.
El mayor de la gendarmería montada, Manuel V. Torres, le llamó por su nombre, a la respuesta afirmativa, lo acompañó hasta colocarlo entre dos siluetas de hierro que servían de tiro al blanco. Le preguntó su última voluntad.
El Padre pidió serenamente:
-Que me dejen rezar.
El comandante de la ejecución lo dejó solo, retirándose unos pasos. El padre se arrodilló y sacó el pequeño crucifijo de la bolsa del saco, movió los labios y así permaneció unos segundos.
Se levantó, y colocándose nuevamente en el sitio que le habían señalado, esperó órdenes.
Cuando el comandante de la policía, ordenó a la Policía Montada: -¡Posición de tiradores!, el Padre Pro, abrió los brazos en cruz, y cerró los ojos y permaneció así hasta el momento en que cayó al suelo moribundo.
Escuchó las demás órdenes previas a la de ¡Fuego! sin cambiar de postura, sin que su rostro reflejara la menor emoción y solo se pudo observar el incesante movimiento de sus labios, musitando su plegaria.
Eran las 10:30 am cuando el P. Pro cayó suavemente sobre su costado derecho. El Dr. Horacio Cazale, del Servicio Médico de la policía, se acercó a dar fe de su muerte, pero indicó que aún vivía. El sargento de la escolta le dio el tiro de gracia con la carabina.
Su padre, al enterarse del fusilamiento de sus hijos
Don Miguel supo de la muerte de sus hijos por un extra de la prensa. Fue a la Inspección, donde le confirmaron la noticia, y de ahí al Hospital militar donde ya estaban Ana María y Edmundo. Al encontrarse con Ana María, le preguntó por sus hijos muertos. Y al verlos, se acercó a los cuerpos y besó la frente del P. Pro y de Humberto. Ana María se lanzó a sus brazos sollozando, pero Don Miguel la separó suavemente y le dijo: No hay motivo para llorar.
Alrededor de las 3:00 pm lograron conducirlos a ambos a la casa de Pánuco, en donde ya había muchos amigos y devotos del Padre.
Después de haber velado el cuerpo de Miguel y Humberto Pro durante la noche del 23 y madrugada del 24, se programó el sepelio para las 3:00 pm.
El gentío había bloqueado la casa y calles vecinas, siendo tal la aglomeración de automóviles que el tránsito se suspendió en una vasta zona.
El Padre Méndez Medina salió al balcón y dijo: ¡Paso a los mártires de Cristo Rey! La multitud se abrió para dar paso a los cadáveres. El anuncio de que iba a salir el féretro del Padre un repentino silencio y quietud sucedió a la confusión que todo lo invadía. Cuando apareció en el umbral de la puerta, un grito atronador y unánime salió de millares de pechos: ¡Viva Cristo Rey!, resonaron los inesperados aplausos, y caía una lluvia de flores abundante.
No se usaron carrozas fúnebres, había muchísima gente deseosa de turnarse para llevar el ataúd del P. Pro y de Humberto en sus hombros. Al llegar al Paseo de la Reforma ya el cortejo tenía forma definida.
Lo encabezaba una columna como de 300 automóviles; en seguida, los cuerpos y, tras ellos, la multitud que se extendía por varias calles. Detrás de la multitud otra formación interminable de carruajes.
Al pasar frente al castillo de Chapultepec, residencia del presidente Elias Calles, la gente colocó en el piso los féretros del P. Pro y de Humberto y cantaron a viva voz: ¡Que viva mi Cristo, que viva mi Rey!
El cortejo se dirigió a la cripta que tenía la Compañía de Jesús en el panteón Dolores y se hizo el acto de entierro del P. Pro y después el de Humberto. Ahí también se hizo silencio mientras se bendecía el sepulcro y se bajaba el cadáver. En seguida Don Miguel tomó la pala y arrojó la primera tierra diciendo "Hemos terminado".