Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío; inclina el oído y escucha mis palabras (Sal 17,6).
Los ídolos tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen, solamente son apariencia de divinidad y, si ocupan algún lugar significativo, es el que les podamos conceder. Dios, en cambio, responde porque es real, escucha y tiene poder para actuar en respuesta.
 
Los ídolos pueden estar ante nosotros con una apariencia máxima, pero su realidad es mínima, en tanto que ídolos, solamente virtual. Nuestra cultura tiende a crear mundos solamente aparentes, ciertamente con una creciente vivacidad en su perceptibilidad, pero, por grandes que sean los adelantos técnicos con que se hagan, nunca pasarán de entes de ficción, de virtualidad.
 
La Eucaristía es lo totalmente opuesto. Ahí encontramos el máximo de realidad, Dios, dándose en una apariencia mínima, mero aspecto de pan y vino. Ahí encontramos el Tú divino al que podemos hablar, el que nos ve antes de que le mostremos nuestras miserias y necesidades. Le pedimos porque responde, porque puede oírnos y actuar.
 
Pero su respuesta no es su primera palabra. El conocimiento que de Él tenemos no es el fruto de las respuestas a nuestros tanteos. Dios no es inventado, pero tampoco descubierto por nuestro experimentar; lo conocemos porque se revela. Primero nos ha dado, al dársenos a conocer en la fe, la esperanza en que nos atenderá. Y esa esperanza no defraudada acrece el conocimiento de su amor. Y esa misericordia vivida ahora como respuesta dilata nuestra esperanza en su contestación.
 
Por eso, acercarnos a comulgar es llamar en esperanza a quien se nos ha adelantado con su amor.