Fue hace la friolera de diecinueve años cuando peregrinando a Javier tuve una conversión fulgurante; tenía entonces casi diecisiete años llenos de ganas de sacar a todo el mundo del gran error que era ser cristiano y hacer caso a los curas.
La conversión me vino por unas botas de montaña recién estrenadas, nada amigas de hacer cincuenta kilómetros casi íntegros por el asfalto, y la lectura de La Ciudad de la Alegría de Dominique Lapierre. Lo que en un principio no era más que deporte para mí y suscitaba mis airadas reacciones cuando nos ponían a rezar en aquel grupo de Congregaciones Marianas, se convirtió en un momento de encuentro con Dios del que siempre estaré agradecido.
A Dios lo vi en el camino, en mis pies doloridos y en la alegría de los otros peregrinos que inundaban como un afluente todas las carreteras que convergían a Javier. Al final del día, exhausto tras andar cincuenta y pico kilómetros, estaba radiante de alegría, pues mi corazón ardía con el gozo de haber llegado a Sangüesa desde donde partiríamos al día siguiente para el castillo.
Dios era alegría, era Iglesia, estaba en mí y dentro de todos aquellos que me rodeaban. Y así llegué yo al castillo, tras un Via Crucis que ni entendía ni compartía; mi última resistencia “atea” me llevó, a pesar de lo vivido, a ni siquiera querer participar de la Eucaristía que se celebró en la explanada del castillo.
Daba igual, pues ya tenía el virus bien adentro, y de allí me fui conmovido por la sonrisa del Cristo de Javier que agonizante en la cruz se gozaba en la redención que estaba obrando por nosotros. Aquella noche en casa oré, por primera vez en bastante tiempo, y a partir de ahí la luz de Cristo entró para quedarse en mi vida.
Los amigos del colegio, éramos once los que fuimos, decían que se me pasaría, pues yo era muy dado a apasionarme con las cosas, y pensaban que aquello era flor de un día que tarde o temprano se marchitaría. No pude menos que sonreírme cuando el año pasado una de esas amigas del cole, coincidió con una amiga cristiana, y al descubrir que ambas me conocían, la del cole le comentó lo “perdido” que yo andaba en esa terrible secta que es la Iglesia.
Javieradas hubo muchas después —creo que he ido a once desde entonces— algunas más intensas, otras menos, pero todas siempre han sido un punto de encuentro donde renovar ese amor primero y agradecer a Dios la inmensa misericordia de dejarme verle y quedarme con Él.
Ahora con los años, cuando cada curso llega el fin de semana primero de marzo nunca sé si podré ir. A veces por un retiro, otras por una lesión (los años no pasan en balde) y las menos por pereza, pues siempre apetece volver a Javier a renovar la fe, y pedirle al santo que como a él, me arda el corazón con el fuego de su amor.
Este año aún estoy a tiempo, queda la Javierada de las familias, la Javierada de Getafe, y no sé si alguna Javierada más. Resulta que esto de las javieradas ha proliferado un montón entre los grupos de Madrid y aledaños. Cuando yo fui por primera vez, apenas íbamos algunos colgados de Congregaciones Marianas y Milicia de Santa María, acoplados a los centenares de Navarros que partían desde sus casas.
A día de hoy van bastantes parroquias, algunas diócesis organizan autobuses, y son muchos los grupos que se animan a tener una experiencia de Dios a lo largo del camino.
Quedan lejos esas javieradas de antaño, de décadas de tradición en Navarra en las que parecía que toda Navarra se echaba a la carretera para honrar al apóstol de Japón. Aún así las javieradas no han perdido su encanto, y ojalá que lo sigan teniendo en los años venideros, y mucha gente pueda reencontrar el camino de la fe en el camino de Javier como yo lo hice hace unos cuantos años.
Y ojalá el ardor de evangelizar siga siempre ardiendo en nosotros —más, más y más— como ardía el pecho de San Francisco Javier, a quien Pemán caracterizó como el divino impaciente…
No sé si será porque es mi patrón, pero a mí me sigue quemando por dentro cuando pienso en llevar su palabra a los hombres, y le pido que ese fuego, el del celo por su casa, no deje nunca de consumirme.