Mírame, ¡oh Dios!, y ten piedad de mí, que estoy solo y afligido. Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis pecados, Dios mío (Sal 25, 16.18).
Con el salmista, comenzamos atrayendo la atención de Dios y pedimos lo que necesitamos a quien tiene puesta ya su atención en nosotros y sabe lo que necesitamos antes de que se lo pidamos. Hasta el Padre Nuestro está lleno (7) de peticiones. Ambas cosas nos enseña Jesús: a pedir y que el Padre sabe sobrada y eternalmente lo que necesitamos.
 
Una paradoja más de entre las que llenan los evangelios y que nosotros tratamos de planchar, quitarles cualquier desajuste que pueda molestar a nuestra razón y, por tanto, intentar que dejen de ser paradojas. La paradoja siempre es una llamada a salir de donde se encuentra uno, del horizonte pequeño en que se halla, para subir a una colina más alta que nos amplíe el espacio al que nuestra visión pueda llegar.
 
Qué hermoso pedir a quien sabe que necesitamos lo que le pedimos. No es superficial hacerlo. La Eucaristía es escuela de oración y aprender a orar es aprender a hacer propio el deseo de Dios. Él desea perdonar y nosotros ni siempre queremos serlo ni con total intensidad cuando es así. Porque necesitar no es lo mismo que desear. El deseo de Dios es mi necesidad. Y en la donación hay convergencia de deseos, del que quiere dar y del que recibe.
 
La verdadera oración pide lo que Dios quiere dar, por eso es poderosa. Y el primer milagro está en hacer de nuestra necesidad deseo que se vierta en oración hablada o gemida. Oración que encuentra al deseo que siempre estaba ahí, el de Dios, esperando y despertando nuestra querencia para convertirla en riqueza.