Los problemas sobre la convivencia y sobre la salud y el estilo de vida de muchos jóvenes durante las noches en los fines de semana, están saltando a los medios de comunicación.
Muchos jóvenes que salen por las noches son moralmente limpios; hay de todo, como en todas partes. Pero lo cierto es que el aire que se respira en muchas diversiones callejeras deja mucho que desear. Hay mucho de negativo para los jóvenes y vecinos. Y son muchos los jóvenes que se refugian en el botellón porque no acaban de encontrar sentido a la vida. Creo que todos tenemos algo de responsabilidad; no hay una sola causa; nos hemos sentido un poco avasallados por el ambiente.
Desde la Administración se van a tomar medidas para solucionar el problema; las medidas serán indudablemente positivas aunque sean cuestionadas por algunos grupos que las tachan de represivas, de no progresistas. Pero me pregunto si sólo con ellas se solucionará el problema. Lo dudo. Algún joven ya ha dicho que irán a otra parte.
Si es cierto que corregir estas deficiencias nos atañe a todos, a los mismos jóvenes, a los padres, a las autoridades y a la Iglesia; también desde la Iglesia nos debemos plantear si hemos educado debidamente. Ha habido cierta dejadez de autoridad en muchos padres que no se han atrevido a ejercer su responsabilidad ante sus hijos, aunque otros muchos sí están actuando debidamente.
¿Dónde veo yo la solución? He aquí mi reflexión. Yendo al fondo de la cuestión, recuerdo haber leído no sé dónde, un ejemplo que me llamó la atención: Un buen día aparecen sobre la superficie de un estanque unas burbujas de grasa y suciedad; se quitaron pero volvieron a aparecer. Y así, durante varios días. Se zambulleron hasta el fondo y encontraron allí un animal muerto. Lo sacaron y las burbujas desaparecieron definitivamente.
Bien que se den unas normas para poner orden, bien que se evite que la calle se convierta en un bar o en un basurero, bien que intervenga la autoridad, pero creo que esto sería como limpiar las burbujas que aparecen en el estanque de nuestra vida social. Hay que ir al fondo, a las causas, a las raíces. Es inútil parchear. Lo cierto es que hay algo podrido en nuestra sociedad de consumo. Y es el hombre y su futuro lo que está en juego. El problema es de aprecio y vivencia de valores.
No me refiero directamente a los jóvenes sino, más bien, al deber que tenemos de educarlos los responsables de esta tarea. Como puntos clave, señalaría a los padres y a la escuela. Me estoy refiriendo a la educación moral y religiosa que se imparte en los centros de enseñanza.
Con motivo del planteamiento de esta problemática, ha habido quienes dicen que sería necesario establecer una clase en secundaria, en la que se les insistiese en el peligro del alcohol y en sus consecuencias. Está bien, pero me pregunto: ¿No habría también que insistirles en la necesidad de hacer caso a sus padres ya que son los que más les quieren y les aprecian? También habría que insistir en la tolerancia y en el respeto a la salud y a la vida de sí mismos y de los demás. Seguro que en esa formación entraría también el respeto al otro, sin abusar del sexo; lo mismo, habría que educarles en el respeto a la ajeno y a la sinceridad con que deben actuar.
Si estamos de acuerdo con esto, ¿no acabamos de ver que se trata de los mandamientos 4º, 5º, 6º y 7º de la Ley de Dios que aprendimos de pequeños en la escuela y en el catecismo? ¿Qué más hay que añadir a esta formación? Para los cristianos, los tres primeros mandamientos en cuanto a comportamiento de los hijos con su Padre Dios, y los dos últimos en cuanto a la finura moral que llega hasta los pensamientos y deseos.
Todo esto que se enseñaba en la escuela parece que no se le ha dado la importancia debida. Lo cierto es que ahora se está descubriendo la necesidad de volver a la educación en valores que no se ha cuidado en la escuela. Es todavía una asignatura pendiente. Se está redescubriendo ahora la importancia de lo que se menospreció.
Bien está que el Estado legisle sobre la conducta de los jóvenes en los fines de semana, pero es un problema que hay que solucionar no sólo desde la legislación estatal, desde los padres y desde la Iglesia. Se debiera legislar, yo diría que con más firmeza, sobre la formación de nuestros niños y jóvenes en valores de comportamiento cívico y moral, dando la importancia debida a la clase de religión y moral en la escuela, sin mirar a otra parte. Y ya estaría bien que nos dejásemos de distinguir entre escuela pública y privada. ¿O es que los niños de la enseñanza pública no tienen el mismo derecho que los de la privada, a ser educados con criterios religiosos y morales cuando lo piden los padres?
Por último, recordar a los padres, en función de los cuales ha de actuar el Estado, el deber que tienen de exigir al Estado que ponga todos los medios para que se forme a los niños en estas materias.
José Gea