Ya la casa ha quedado más o menos ordenada. Sé que nunca será bastante, pero la ropa está recogida, el suelo barrido, el lavavajillas en marcha, la casa aireada… Todo dispuesto para rezar un rato y luego trabajar con palabras durante la mañana. A rezar, a airear también el alma. Me entran las prisas por otras cosas, como hojear libros nuevos o darme una crema en la cara. Lo sé, es así, sucede. En cuanto me dispongo a comentar con Dios lo que sea, se cruza por delante una bombilla fundida, una llamada imprevista o un recuerdo agradable. Sucede. Y hay que estar preparado. ¿Cómo? Lo más simple es precisamente hablar con Dios de la dichosa bombilla, de la llamada o del recuerdo y su melancólica pujanza. De lo que sea. Es Dios, es mi Padre. ¿A qué padre no le interesan los más nimios detalles de la vida de un hijo? Aunque tenga que poner cara de póker. Pero sólo imaginar -aquí viene muy bien la siempre activa imaginación- el cariño de Dios y de mi Cristo, uno, más que indigno, se siente el hombre más feliz del universo. Al menos durante breves momentos. Porque la constancia no es uno de mis puntos fuertes. Y es de esto, de esto es de lo que tengo que despachar con mi Jesús: de mis flancos débiles y menos débiles. Cuando más místico me pongo (es un decir) más gorda es la caída. Pasa, ocurre. Creo que soy yo el que aguanta el tinglado, y a la mínima mi alma se desmorona. ¡Seré estúpido! Veamos, veamos. Abandonarme a la gracia de Dios y no a mis antojos. El cristianismo es Cristo y es Su gracia, y es el anonadamiento de mi alma. ¿Qué? ¿Te creías que no te iba a costar, que ya estaba todo hecho? Debo perseverar en estos encuentros con Cristo, debo mantener fija la hora y cierto entusiasmo (o al menos un mínimo). Ponerme en Su presencia y… Lo normal es que necesite de un libro piadoso, de una idea, de algo que me ponga en órbita del Corazón de Cristo. Aunque corra el peligro de leer hasta el final de los tiempos y, al cabo, no le haya contado nada. También hay que tener templanza en la lectura. Pero ese es otro cantar, otra lucha. A lo que voy es que se me cruzan unas facturas o el correo o el frágil corazón de mi suegra (se tiene que apresurar la cirugía, que no se diga de Ti, Dios mío, que ella es de los tuyos, de los más cercanos). O sueño que un amigo se empeña en pagarme por sorpresa un viaje a Roma o al próximo otoño canadiense o a Santander. Sí, Santander -¿qué te parece Jesús mío? (ya voy aprendiendo a involucrar al Maestro en mis sueños)-, y así aprovecho y visito la biblioteca de don Marcelino Menéndez y Pelayo. Y me viene más al alma que a la cabeza, un soneto de dicho autor. “Espera un segundo, Jesús mío, que Te lo leo”. Y Se lo leo en voz alta, emocionado. Y a mí se me queda el eco del antepenúltimo verso: “Quiero, en Aquel que quiero, transformarme (…)”. ¿Cómo Te quiero Jesús mío? ¿Cómo es mi querer de concreto? ¿Estoy decidido a que mi voluntad sea sólo amarte, lo que Tú quieras, o me reservo -sólo para mí, sólo para mí- no pocas inquietudes o deseos? Me aburro de escucharme, y el alma en vez de adentrarse en la dulce voz del Señor, se desliza hacia el sopor o hacia la apatía. ¡Qué escaso amor! ¡Qué fe tan raquítica! Y termino la oración con una especie de sonrisa boba. No puede ser. Y Le digo en un susurro: “Transforma Dios mío mi voluntad y mis afectos, metete en mí hasta la médula (no lo merezco, pero Te lo pido); que me dé cuenta de Quién eres; ¡si sólo supiera quererte un poco!”. Y en este momento siento una gran paz. Y un tremendo orgullo de ser su hijo.