El documento de la Santa Sede al que hacíamos referencia en el artículo anterior dice también que no es moral reconocer a los homosexuales el derecho de adoptar niños. Al manifestarse la Santa Sede en contra de esa pretensión, se refiere, no a que los homosexuales sean mejores o peores que los demás. De hecho, los hay con mucha altura cristiana. Más bien se refiere a que esa adopción puede ser muy negativa para el desarrollo normal de la sicología de los niños. ¿Se tiene en cuenta que esto sería aprovecharse “de la débil condición de los pequeños para introducirlos en ambientes que no favorecen su pleno desarrollo humano”? ¿A quién de nosotros nos hubiese gustado ser adoptados por homosexuales? Desde luego, a mí, no, con todo el respeto a los homosexuales. No sé si a Uds. Les hubiese gustado. ¿No es un absurdo que se les pueda permitir adoptar niños habiendo tantos matrimonios normales que desean adoptar un niño?
Piensen los políticos en su responsabilidad a la hora de legislar sobre la familia. Es triste que vayan apareciendo en nuestra sociedad algunas leyes muy negativas para la familia como tal. Y lo peor es que estas leyes puedan ser aprobadas con el consentimiento de legisladores cristianos. La verdad es que no me lo explico.

Que los adultos vivan como quieran; allá cada cual con su conciencia. Pero la legislación debe estar en función del bien común. ¿Piensan los legisladores que esta equiparación de las uniones homosexuales con el matrimonio es un bien para la sociedad? No hay libertades absolutas. Hay que conjugarlas con los derechos; de lo contrario “se ofuscan valores fundamentales que pertenecen al patrimonio común de la humanidad. La Iglesia no puede dejar de defender tales valores, para el bien de los hombres y de toda la sociedad”.

Y si queremos que la sociedad evolucione según el espíritu evangélico, recordemos una frase del documento: “Poniendo la unión homosexual en un plano jurídico análogo al del matrimonio o familia, el Estado actúa arbitrariamente y entra en contradicción con sus propios deberes”.

Uno de los deberes fundamentales de la Iglesia y del Estado es buscar el bien común. Por ello, cuando está en juego el bien común y la Iglesia ve que unos cristianos han de decidir con su voto una ley que conculca los principios morales básicos para el bien común, puede pedir a los católicos, sean del partido que sean, que no voten esa ley. Esto es elemental. Después ellos harán lo que crean que deben hacer.

Pero nadie puede pensar que la Iglesia debe limitarse a rezar padrenuestros y avemarías. Debe recordar a los católicos desde dentro y desde fuera del templo, sus deberes. La Iglesia tiene el deber de enseñar a sus fieles las actitudes cristianas que deben mostrar en todas sus actuaciones, entre ellas, las de moral política. Y debe decir a los parlamentarios que es grave (pero así, con toda claridad, que es grave) votar leyes que atenten contra el bien común, aunque hayan de romper la disciplina de voto.

Así lo dijeron los obispos en una nota: “El parlamentario católico tiene el deber moral de expresar clara y públicamente su desacuerdo y votar contra el proyecto de ley que pretenda legalizar las uniones homosexuales”. Y esto vale para los parlamentarios católicos de todos los partidos. Y sigue diciendo la nota, “Fabricar moneda falsa es devaluar la moneda verdadera y poner en peligro todo el sistema económico”. En otras palabras, equiparar estas uniones al matrimonio equivale a destruir el matrimonio, que es unión de hombre y mujer, como lo define la real academia. O se cambia el significado de la palabra matrimonio o la unión homosexual no puede llamarse matrimonio.

En este afán de modernidad y respeto a todos, ¿equipararían nuestros legisladores el matrimonio a la unión entre cuatro o cinco? ¿Lo equipararían a la poligamia o poliandria? ¿Por qué no? ¿Por qué ha de ser pareja? Bien que se dé salida a estas uniones y se legisle sobre derechos en sucesiones, en seguros sociales, en jubilaciones… Pero ¿equipararlos al matrimonio? Por Dios.

En cuanto a las adopciones de niños, los derechos que deben prevalecer ¿no son los del niño? Dicen algunos que lo importante es querer mucho al niño. Si no hubiese nadie que lo quisiera y sólo ellos lo quisiesen, bien; pero ¿es que no hay ningún matrimonio hombre-mujer que no lo puedan querer? Y, habiendo cantidad de matrimonios que quieren adoptar niños y todo son dificultades, ¿por qué han de poder ser adoptados por dos homosexuales pudiendo tener padre y madre, que es lo natural, en vez de dos padres o dos madres?

Quiero, en sintonía con la nota del episcopado, dejar muy clara mi postura ante los homosexuales, dotados con la “dignidad inalienable que corresponde a todo ser humano” y me duelen “las expresiones o los comportamientos que lesionan la dignidad de estas personas y sus derechos”. Pero entre sus derechos no está la equiparación de sus uniones al matrimonio.

José Gea