27 de octubre de 1936. Condujeron a las Siervas de Dios esposadas y atadas al pueblo. El jefe de la expedición, apodado El Patas, les ofreció dejarlas libres y volver a Astorga si renegaban de su fe y se sumaban a su partido. Al negarse ellas, las encerraron en una casa de Pola, que existe todavía, y el jefe dijo a los milicianos que hicieran con ellas lo que quisieran durante la noche. Éstos las violaron e incluso se hizo circular alrededor de la casa un carro de bueyes para que el chirrido de sus ejes hiciera más difícil oír los gritos de Olga, Pilar y Octavia. Al día siguiente, el 28 de octubre de 1936, al mediodía, las fusilaron desnudas. Concha Espina en el tercer capítulo desarrolla la trama martirial.
PRINCESAS DEL MARTIRIO
CAMINO TERCERO
Linajes. Lola Sierra, número visible del ejército rojo mujeril; Evangelina, la Secretaria, con aberraciones intelectuales; Milagros, la valiente rematadora de moribundos; Emilia Gómez, degeneración humana hasta el fondo satánico de la materia: jefes y árbitros en las brigadas internacionales de los asesinos.
Y son hijas de Asturias. Han oído muchas veces el repique glorioso de las campanas de Covadonga, se han asomado al ventisquero, a la selva y al glaciar de aquel enorme altar mayor épico en el mundo, cumbre de la España invencible, reliquia de la cristiandad.
Tengo junto a mí los nombres de los pueblos donde estas furias han nacido. No los escribiré. Para que este baldón patronímico se borre todo lo posible en la ingente cuna de las reconquistas y de las victorias.
Abunda la toponimia del país en nombres sugerentes. Alturas, parroquias y lugares son en esta región, como en todas las de España, algo así igual que voces de la Naturaleza, de la Historia y del Catolicismo.
Sin más trabajo que el de volver los ojos por estas cercanías medimos algunas cumbres: la Peña Rubia a dos mil metros; el Puerto de Somiedo [sobre estas líneas], poco menos crecido; y en semejante proporción de altiveces el de la Serrantina, Puerto Ventana, Leitariegos, en el cordal enorme de este sistema montañoso, palpitante de acentos conmemorativos, a cuya sombra se refugian las vegas mullidas y los pueblos recónditos, siempre de nombre evocador: Palacios del Sil, Láncara del Río Luna, Vega del Rey, Quirós, Piedra Fita, Murias de Paredes; sartal de recuerdos, centón de leyendas que siempre dan una margen sensible a las devociones cristianas, y clavan en su pecho aldeano la santidad eclesiástica de un Patrono. De tal suerte los templos de Santiago, San Cristóbal, Santa Magdalena, San Miguel, El Salvador, San Andrés… De nuevo aquí la hilera de apelativos elocuentes que este vez se dirigen a los cielos por la vía de las oraciones, más alta que la eminencias naturales y altísimas de Asturias.
Pero ya las espadañas religiosas derrocaron su bronce en esta gran provincia, en esta parte de la España Citerior arrasada por el satanismo ruso.
No voltean los campaniles cristianos el eco de sus cantares, porque están las iglesias convertidas en torres de humo, profanadas desde sus ápices sonoros hasta los cuévanos seculares de sus tumbas.
Y todavía no han podido los bolcheviques destruir la ingente roca del Principado, el invulnerable trono de Santa María del Auseva, que ha de resplandecer con más fulgor que nunca cuando se apaguen los incendios estériles y los templos desnudos se vuelvan a vestir bajo el rocío de las campanas.
Las piedras y los mármoles están calientes al través de la hoguera, pero no derretidos: abrasan, pero no se destruyen.
Infinitamente más indestructible es el culto a la Madre de Dios, Reina de los Santos que volverán a tener altares y lámparas, destellos de la fe que ninguna persecución diabólica puede extinguir jamás. Es como la zarza del Evangelio que arde sin consumirse. Es la parábola del Amor Divino prendida sobre las guerras de Dios con lumbres de eternidad.
Oprobio terrible para los degenerados que reniegan de su linaje astur y se asocian a la infrahumana plebe del terror asiático.
La llanura. En este otro país de Maragatería no ha puesto su bramido la bestia roja, como si aquí no hubiera nada que demoler.
Todo raso en los desiertos duros de la estepa. Algunos tímidos alcores que apenas se dibujan, borrado su color en el monótono gris del paisaje, como el suelo y el caserío.
Se agachan los poblados, con los mansos templos de adobes en cuyo campanario hace su nido la simbólica cigüeña.
Diríase que todo se arrodilla en este linajudo solar, casto y sobrio lo mismo que una plegaria. No despuntan las torres ni los escudos. No se abren incitadoras las portaladas ilustres, ni se perfilan insignes los palacios suntuosos. Apenas si este horizonte acusa lejana alguna cima. Los Puertos de Foncebadón, el Teleno y Manzanal, y las agujas catedralicias de Astorga y de León.
Parece que otros blasones de la arquitectura, otras cumbres terrestres, se hubieran hundido para siempre en el erial al peso de la gloria y de los siglos. Tanto suma el casticismo de este corazón leonés, fecundo latido de la Europa occidental.
Sin amansar su esquives le anduvieron de hinojos venerables obispos y fervientes misioneros; rudo campo de penitencia donde sólo florecían sacrificios y austeridades; le santificaron legiones de creyentes en pos de anacoretas y de apóstoles: Jenadio, Fructuoso, Valerio, Froilán, Domingo -aquel que se llamó “de la Calzada” porque ayudó con sus manos providenciales el “Camino francés”- santos eran que en el “desierto” de León y Castilla, con abundantes compañeros y discípulos, clavaron la Cruz y la oración en gloriosa campaña espiritual. Se habían mezclado aquí, en la sucesión de las edades, las preces sordas de una bárbara religión primitiva con los salmos rudos del pueblo romano y con las cristianas invocaciones de aquellos devotos que, viviendo en la Tierra de la Madre del Salvador, “le mandaron desde Astorga un mensaje verbal a Palestina”.
Yermo leonés. Duro regazo donde se han extinguido las distantes generaciones para nacer la Historia.
Se pierden aquí las fábulas y leyendas en una semilla intangible, en un misterio sagrativo dentro del cual surge el vigor de las almas. Almas singularmente de mujer.
Diríase que el territorio de la Maragatería, incluso el de su capital, es por excelencia femenino.
Como un contraste milagroso de la reciedumbre del páramo, perdura en él un exquisito aroma de los espíritus, tan dulce, que basta para embalsamar toda la amargura de estas desolaciones; tan fuerte, que basta para mantener el crédito de las virtudes milenarias propias de la madre Castilla.
Y cuando la ocasión lo pide, brotan estos caracteres delicados y recios, rebeldes, para erguir en la indómita paramera una cumbre espiritual de altísimo relieve.
Olga, Pilar y Octavia perfilan hoy sobre el erío la torre de un destino puntero que no desmiente su gloriosa tradición.
Sólo esta página inmensa de la llanura es capaz de guarecer los resones de un martirio como el que apenas se dibuja en el presente romance. Y es capaz de extender su perfume cimontano a todas las lejanías de la Patria.
En el desierto de León se produce una sola flor, la del pan, sustancia de vida, fruto conseguido por una titánica labor de las maragatas. El pan es moreno, como las guedejas del Niño de Belén, la flor es azul, del color de la España nueva, como la Falange de las cinco rosas. Como el ideal de las tres mujeres que caminan hacia el suplicio por el monte asturiano. Tres cálices de pasión, tres lámparas votivas, tres luceros en la nube más negra del mundo.
Olga, Octavia, Pilar, fieles al excelso mandato de su alcurnia, son en este calvario de la estepa unas esfinges que sostienen en sus dóciles hombros todo el volumen del cielo castellano, un resplandor caído sobre la tierra loca de horizontes, un firmamento que avanza siempre más allá por un interminable camino de luz.
El yugo y las flechas. No se sabe cómo surgió la aurora del veintinueve para las cautivas de Somiedo. Ni cuál sería el primer rayo lívido que les llenó los ojos de claridad.
La crónica del suceso nos dice únicamente que las enfermeras salieron de su cárcel después del mediodía, transfigurado el semblante por una expresión lejanísima, como del ultramundo. Y en la mirada aquel destello frío del amanecer que nadie compartió con ellas, que nadie supo cómo había llegado hasta la realidad de aquellas vidas.
Criaturas nuevas por su juventud, sienten hoy de un modo extraño la tirantez de unas fibras seculares que les une con todas las distancias españolas.
Son precisamente las raíces de su voluntario servicio a los héroes de la unidad patricia, su actuación junto al Ejército doliente de Franco, heredada piedad de una costumbre que estableció Isabel la Católica hace más de cuatro siglos.
Fue en 1488 cuando la egregia castellana fundadora de naciones reunió en Andalucía un tropel de guerreros, formidables entonces, provisto de seis grandes tiendas con abundantes camas, medicinas y material sanitario, bajo la gratuita asistencia de “físicos” y camilleros, así como de otras solicitudes piadosas en las cuales aleteaban ya las manos dulces y leves de las enfermeras. Estas manos que en la checka bárbara de Somiedo se han ido enfriando al roce de la muerte.
Las tiendas de Isabel, asombro de soldados medievales, se llamaron “Hospital de la Reina”, y constituyeron el primer organismo de esta índole que registra la Historia.
Olga, Octavia y Pilar, tal vez perciben el oscuro reclamo de aquel antecedente con el bravo latido de otras virtudes matriarcales, específicas de la llanura; solar también, y trono, de la esclarecida Princesa Emperadora.
Algo muy resonante y brioso se afirma en el ánimo de las prisioneras y asegura su andar a lo largo del pueblo. Voces íntimas que, al parecer, les impiden oír el aullido de la plebe, renacido furor que les aguardaba en la puerta de la cárcel al conjuro de las liberticidas.
Se conoce que Milagros, Evangelina, Emilia y Lola han dormido bien, según las fuerzas que han recobrado para la injuria y la maldición.
Dirigen la horda comunista como ayer y conducen al frente de la chusma el jirón de una bandera española hallado entre los escombros del hospitalillo.
Con escarnio blanden las milicianas, por turno, aquel pendón agujereado por las balas y lamido por el fuego, entre reniegos y provocaciones contra las víctimas. Ellas con absoluto desdén ante semejante procesión, hablan ahora ligeramente.
-¿A dónde nos llevarán? -pregunta Octavia casi en un soliloquio.
Y Pilar contesta resoluta:
-¿A dónde?... a matarnos.
-Sí, -dice la más joven con laconismo depurado en el poema de una sonrisa.
Las tres mujeres continúan la marcha con un ritmo elegante que escandaliza a sus perseguidores.
Las palabras obscenas, los chistes afrentosos, recrudecen su bestialidad en el cortejo que aprisiona a las señoritas.
Y este rugido próximo envuelve la incertidumbre de otro lejano estruendo: unos golpes redondos que se podrían confundir con el tumbo crecido de la mar. Sorda porfía de España que rueda por los montes como un eco de rescate y de poder.
Es que entonces mismo llegaba al puerto asturiano la columna motorizada que pocas horas antes saliera de León en auxilio del hospital. Y con otras fuerzas, en su mayoría pertenecientes al Regimiento de Burgos núm. 31, habían dominado al enemigo desde San Pedro Luna; al mando acertadísimo del coronel don Vicente Lafuente, hoy victorioso general.
Había salido el sol y ya trataba de esconderse al recaudo cumbreño de algunos picos. La dramática procesión queda a menudo en la sombra. Después recibe de lleno un golpe de luz que pone matices de sangre y de oro en el retal maltrecho de la bandera única.
Cierra la comitiva fúnebre el “capitán Sánchez”, y le acompañan con pistolas y fusiles otros malhechores parecidos a él, improvisada categoría militar y vitola de criminales. El ayudante de este jefe ignominioso se apellida Riego.
Algunos de la patrulla cantan. A media voz, para no quebrar el alborozo público. Sánchez alude a las enfermeras, considerando:
-Y van tan majas, como si tal cosa. Parece mentira que se tengan en pie. Esa frescura es una provocación.
El sargento Riera, caminante al lado del capitán, balbuce entre dientes:
-¡Lástima de mozas!
Les ha concedido, involuntariamente, una jerarquía.
Ellas no perciben las pequeñeces del tumulto que las conduce.
Sus ojos altaneros y evasivos, tropiezan con las montañas, tal vez añorantes de la llanura nativa donde se alejan sin término los caminos de la luz.
Y las ansiosas miradas suben con el tramonto veloz de los anhelos, más arriba que los pájaros, hasta los confines que sólo alcanza el vuelo raudo y tenaz de las palomas. Porque no hay alas tan capaces como las suyas. Ni pecho tan inocente, sin cabida para la hiel.
Así estas pupilas cimeras, cabalgadoras detrás del sol, fuertes alas de altísimos pensamientos, lámparas de unos corazones que no saben aborrecer.
Octavia, Pilar y Olga nada reconocen fuera de sí. Viven dentro de su conciencia en un estupor vertiginoso, y les ha bastado un solo instante para decidirse a perdonar.
Por allí surte la carretera, tirante brida que la civilización pone a los desmanes silvestres.
En su proximidad el río Pigüeña, borbollante y ligero como todos los del Norte.
Entres estas dos arterias sensibles hay un campo sativo al pie de una casa. Se denomina “del Palacio”.
Aquí se detiene la expedición de ladrones y asesinos que empuja a las enfermeras.
Y como ayer se echaron suertes sobre las capas y los estuches de las cautivas, hoy se sortean el gozo de matarlas. Rifa espeluznante que sólo compite a las “tiorras” por galantería de los mandones.
Pero las hienas discuten, riñen, no se ponen de acuerdo, y acaban por decir, con el más abominable sadismo:
-A ver, que las señoritas escojan su propio verdugo. Vamos, pichonas, ¿quién mata a quién?
Las conminaciones se enfurecen con las más atroces burlas, en tanto que las sentenciadas reciben una sorpresa emocionante. Allí están, entre un grupo de milicianos, los dos falangistas de quienes se habían despedido tácitamente de la checa.
Y están atados por la cintura, cada uno al extremo de una soga que deja correr entre ambos una buena porción de su tejido.
Antes les hicieran cavar una fosa capacitada para cinco muertos, entre cínicas alusiones.
El tapiz verde, reflorecido de brotes otoñales, no fue corteza demasiado dura para el empuje algo débil de los maltratados jóvenes. Y ponían ellos cierto alarde torturador en abrir la entraña dócil de la tierra que les iba a recoger, más piadosa que las criaturas, en un moreno abrazo de reposo. Los golpes de la cava oscurecían las frases insolentes de los libertarios; el oreo de la sepultura tenía un hálito de maternidad, y dejaba el rostro de cada trabajador reclinada su lividez en el regazo benigno de la gleba, anticipado consuelo para los dos forzados.
Todo lo cual observan las mártires cruzándose entre ellos un saludo largo y atónito. Sin atender la insaciable pregunta de las milicianas.
-Vamos, pronto: ¿quién mata a quién?
Pero las víctimas escudan su dignidad en un silencio maravilloso que desespera a los victimarios.
Tal vez los corazones moribundos rememoran el mutismo del Nazareno ante la insolencia de los lapidarios sacrílegos, aquel: “¡Adivina quién te hirió!” al que Jesús no quiso contestar.
Y por fin Evangelina, Emilia y Lola se reparten la matanza mientras los sicarios se unían por el talle a las enfermeras con un torce de la maroma que ya retenía en sus puntas a los mozos prisioneros.
Sin más propósito que el de una refinada crueldad, el inhumano soviet acaba de construir en la montaña de Asturias una imagen viva y majestuosa del yugo y las cinco flechas.
La unidad de España, invencible en la vida y en la muerte, adquiría una representación profunda y enorme hecha carne y latido nacional.
Aragón y Castilla bajo el signo de los Reyes Católicos, dieron a la Patria este lema como guion totalitarismo que hoy hace suyo la cruzada franquista y española contra la invasión rusa.
Y aquí, en la braña de Somiedo, el símbolo que se humaniza con patetismo sublime alcanza un valor de apoteosis que a las mismas fieras impresiona.
Se paraliza un momento la multiplicada consumación del crimen.
Se escuchan entonces las gorjas frescas en el río y los condenados sienten la codicia del agua, un sorbo puro en las fauces quemadas por el cansado aliento del sufrir. Acaso en las muchachas influye ahora la aridez del erial, con mayores reclamos del torrente líquido y el manantial inagotable.
Es posible que también oigan los soldados del Cristianismo aquella voz augusta y perenne: “¡Sed tengo¡”, interminable resonancia de la Cruz.
La hora del Señor. Se ha roto el instante silencioso, la ráfaga de un asombro inaudito que detuvo a la horda. El capitán Sánchez se impacienta:
-¡A ver! ¿Está todo listo?
-Sí -responde un acólito.
-Entre estos -señalando a los falangistas- y las mozas, hay cuerda para que al caer no las arrastren.
-Pues a medir el tiro. Tres metros y a formar.
-Si antes -soslaya el sargento Riera- no gritan ¡Viva Rusia!
-¡Ah, es verdad! Se me olvidaba. Si levantáis el puño y el grito nuestro os perdonamos, por de pronto, la vida.
Con los brazos erguidos, con la mano abierta, cinco voces juntas en los mismos acentos: -¡Arriba España! ¡Viva Cristo Rey!
Las cinco saetas del escudo inmortal han florecido en ramas de pasión. Son cinco árboles que se agitan al viento del otoño con súbito frenesí.
Y el dique agresor se desborda. Los fusiles apuntan.
Pilar está en el corazón del yugo, Octavia reza con los ojos al cielo, Olga baja los suyos cuidando de no pisar una humilde florecilla que ha visto a sus pies; luego prorrumpe:
-¡Hasta para matar sois cobardes!
-Primero los señoritos -exige una voz- por si las madamas escarmientan.
Suenan algunos disparos. Los dos caballeros de la Falange, desplomada su vida terrenal, han subido a montar una guardia infalible en las estrellas. Sin deshacer el lazo que todavía les une con sus fieles amigas.
Ellas, inmóviles, perciben el tirón de los cuerpos ya inertes, aún invadidos por la misma calentura espiritual del yugo que les ata.
-¿Os entregáis o no? -ruge el maestro de ceremonias, un hombrecillo de aspecto patibulario.
-¡Viva Cristo Rey! ¡Arriba España! -repiten las tres flechas que todavía se enarbolan en el potro del tormento.
A las bribonas enfrentadas con las víctimas les tiembla la mano. ¿Por qué?
No lo saben. Y no consiguen apuntar. Son Evangelina, Emilia y Lola. A Milagros ya le cupo la suerte de asesinar a un jefe español, el benemérito comandante Berrocal.
-Y de carrera… un faccioso “con todas las de la ley” -se engríe al recordarlo.
Es preciso ayudar un poco a las camaradas. Detrás de Emilia se coloca Manuel Riego, detrás de Evangelina José Riera, y a Lola le sirve de rodrigón el seudocapitán.
Estos individuos sostienen el fusil y la puntería de cada ejecutante que ha de hacer el disparo.
Todavía con este gallardo auxilio sienten un miedo invencible.
Y de nuevo se impacientan los espectadores. Uno avisa:
-¡Es tarde! Van a dar las tres y zumba por ahí el enemigo.
Acaso las víctimas recordaron que en su tierra ésta es “la hora del Señor”, por una costumbre tradicional que conmemora al agonía de Jesús.
-¿Disparáis o no? -gruñe el dirigente marxista apoyando su autoridad en una espantosa blasfemia.
Las mártires no parecen ya cosa de este mundo. Una palidez de luna ha caído sobre ellas; una luz clara y dulce como el pálpito de un alegre amanecer.
Al fin las mujeronas disparan temblando, igual que si aquel repentino susto les llegara desde el blanco estupor que se acentúa en el rostro de las enfermeras. La puntería en cambio fue segura, sin titubeos.
Y se desploman las muchachas de un solo golpe, una caída sorda en la hierba. Que no obstante, levanta un eco pavoroso en todo el orbe civilizado.
Aunque aquí sólo se percibe el ronco estampido de las armas que reconquistan el sitio donde estuvo el hospital de la Cruz Roja.
Los tres árboles humanos que mantienen allí el emblema azul de las cinco flechas, levantan al caerse otro saludo como un índice que señalara algún camino alto y misterioso.
Y entonces cada mártir extiende el haz de sus cinco dedos, para balbucir, todavía, un grito de fe en España y en la Cristiandad.
-Ya se acabaron las señoritas –ruge un valiente.
Y de pronto el corazón del yugo se curva, erguido en el talle flexible de Pilar.
-No; falto yo.
Hay un espasmo de terror y alarmas en el público. El capitán Sánchez se acerca a la moribunda pistola en ristre.
-A ver quién vive aquí –protesta iracundo.
Pilar, transfigurada su hermosura por una angélica lucidez, responde:
-¡Dios!
Recibe, sonriendo, el tiro de gracia, y se duerme entre sus compañeras.
Se ha nublado el sol.
El hatajo de bandoleros merodea en torno a los cadáveres en comparsa de romería, y las matadoras discuten sobre si será para ellas de utilidad la ropa y el calzado de sus víctimas. No se extingue el nimbo austral de las caras inertes y ya la tentación del robo ahuyenta el miedo inexplicable de las perdularias.
En el sumario de este crimen, algunos testigos añaden aquí incidentes póstumos, encima de los cuales dejamos caer la piadosa niebla de la montaña, como anoche en la bárbara checa de Somiedo.