Que vivimos tiempos convulsos en los que sólo nos falta ponernos a debatir sobre el sexo de los ángeles como, según se dice, ocurría en Constantinopla mientras los turcos la invadían, es algo que a estas alturas parece ya indiscutible. En el Reino Unido, país en el que gobierna un partido conservador en coalición con un partido liberal, -no se trata pues del Partido Laborista ni de ningún otro tipo de izquierda “progresista”-, se halla en estudio una ley de matrimonio que no sólo pretende ampliar la significación del concepto para que ampare también a la unión de dos personas del mismo sexo, sino además que los templos acojan, celebren, y en consecuencia, avalen, esta nueva concepción del matrimonio.
Es verdad que ante la nueva situación, el Dr. Rowan Williams, Arzobispo de Canterbury, máxima autoridad religiosa de la Iglesia anglicana, se ha negado, en un encuentro con varios parlamentarios, a la pretensión del Gobierno británico. Si bien, según algunos, se trata sólo de una maniobra para preservar la unidad:
“El Dr. Williams era considerado como un liberal cuando fue nombrado arzobispo, pero ha sacrificado continuamente sus creencias privadas para mantener la unidad de la Iglesia”, escribe el corresponsal en asuntos religiosos del Telegraph, Jonatahan Wynne-Jones.
Y es que en el seno de la Iglesia anglicana no faltan significados miembros, así Lord Harries, todo un obispo de Oxford, o el Dr. Jeffrey John, el deán de Saint Albans, para quienes no aceptar la realización de matrimonios entre personas del mismo sexo en los templos no representa sino “una discriminación”. El canciller canónigo de la catedral de San Pablo sostiene que “la Iglesia debería responder con más imaginación a la idea de celebrar matrimonios del mismo sexo en la iglesia”.
Todo lo cual suscita varias conclusiones. Por un lado, el imparable proceso de intromisión del estado en la sociedad, el cual alcanza cotas tan insospechadas como para aventurarse en transformar el diccionario por decreto para que las cosas signifiquen lo que el estado quiere que signifiquen, e imponerlas, igualmente por decreto, a la ciudadanía. Una ciudadanía a la que hasta del derecho de crítica se le priva, bajo el argumento de que se trata de derechos fundamentales: derechos tales como el de abortar una criatura, el de matar a un viejo “dignamente”, o el de dos personas del mismo sexo a adoptar un niño... Por otro, la gravísima crisis en la que parece hallarse la Iglesia anglicana, incapaz de alcanzar un acuerdo ni sobre la definición de algo tan claro como un matrimonio. Una crisis que, sin duda, ha de allanar, como ya lo está haciendo, el camino de las conversiones hacia donde se percibe más claridad, la Iglesia católica en este caso.
Resta saber si también impondrá el Gobierno británico el matrimonio de homosexuales en las mezquitas... No se preocupen, era una broma. Siendo como es la islámica una sociedad en la que ley civil y la religiosa están confundidas, el matrimonio musulmán, sin embargo, es un contrato meramente civil, en el que las mezquitas ni entran ni salen... Que de no ser así... ¡a lo mejor hasta se pensaban dos veces lo de imponer las bodas en los lugares de culto!