El Señor fue mi apoyo; me sacó a un lugar espacioso, me libró, porque me amaba (Sal 18,19s).
La participación en la Eucaristía no es sin más algo que nazca en el vacío, hay un pasado de misericordia sobre el cual es, para cada uno, posible. El hombre vive en la ilusión de hacer pie en algo sólido. Cada quien edifica su vida sobre lo que considera que le va a aportar robustez. Pero ésta, a lo más, es solamente aparente. La ruina de nuestras construcciones nos dejan desorientados, a veces en medio de un gran sufrimiento. Pero la ruina de lo que creíamos era seguro nos abre la interrogación sobre el fundamento de nuestra existencia. Podemos volvernos a engañar o desesperar, pero ese vacío es ocasión para tomar firmeza en la firmeza misma, que es Dios, y que así se nos ofrece.
Ese apoyo nos saca de la angustia. Toda vida humana está marcada por ella, por el miedo a la muerte. Y solamente Dios nos puede sacar de esa angostura y llevarnos a la anchura de la dilatada vida de los hijos de Dios. De la estrechez de la esclavitud del pecado es el Señor quien nos saca no a la amplitud del desierto del Sinaí para emprender un éxodo hacia una tierra de este mundo, sino que nos pone en marcha en la holgura de la gracia hacia la vida eterna en su amor.
Y todo por amor, porque me amaba. Un amor que habiendo sido así, puro de eternidad pura, viene al recuerdo no en su ausencia sino en su presencia, nunca amenazada por el futuro y, por ello, amor preñado de esperanza en su constante permanencia. La memoria de su misericordia no es sino manifestación de su presencia prometedora.
En la celebración, nos encontraremos con esa misericordia anchurosa que nos salvó, pues nuestro apoyo fue la Pascua del Señor, y que nos regala divino amor que llena de esperanza en una vida en Él por toda la eternidad.
Ese apoyo nos saca de la angustia. Toda vida humana está marcada por ella, por el miedo a la muerte. Y solamente Dios nos puede sacar de esa angostura y llevarnos a la anchura de la dilatada vida de los hijos de Dios. De la estrechez de la esclavitud del pecado es el Señor quien nos saca no a la amplitud del desierto del Sinaí para emprender un éxodo hacia una tierra de este mundo, sino que nos pone en marcha en la holgura de la gracia hacia la vida eterna en su amor.
Y todo por amor, porque me amaba. Un amor que habiendo sido así, puro de eternidad pura, viene al recuerdo no en su ausencia sino en su presencia, nunca amenazada por el futuro y, por ello, amor preñado de esperanza en su constante permanencia. La memoria de su misericordia no es sino manifestación de su presencia prometedora.
En la celebración, nos encontraremos con esa misericordia anchurosa que nos salvó, pues nuestro apoyo fue la Pascua del Señor, y que nos regala divino amor que llena de esperanza en una vida en Él por toda la eternidad.