“Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24-25)
 
 
        
No podemos servir a dos señores. O estamos con Dios o estamos con su enemigo y con los que le ayudan. San Francisco lo entendió así cuando, camino de la guerra, se le apareció Cristo y le preguntó a quién prefería servir, si al Señor a su criado; en aquel caso, el “criado” era el propio Papa, pues San Francisco marchaba a combatir enrolado en el ejército papal; en otros casos, no se trata de un criado, sino directamente del demonio, el enemigo de Cristo y de los hombres. San Francisco tomó una decisión que cambió su vida: regresó a Asís y, tras pasar por la vergüenza de ser considerado un cobarde, esperó las órdenes de su nuevo Señor. Este le mantuvo unos meses en oscuridad, para probarle, hasta que le reveló en San Damián lo que quería de él: “Repara mi casa que, como ves, amenaza ruina”.
Así es siempre y así es con cada uno de nosotros. Intentamos compaginar las cosas, poner una vela a Dios y otra al diablo. Pero es imposible y, más pronto o más tarde, nos vemos forzados a elegir. Hagámoslo cuanto antes. Pongamos a Dios y a las cosas de Dios en el primer lugar de nuestra vida, en el primer lugar de nuestro corazón. No adoremos a nada –dinero, honor, poder-, ni a nadie –no pongamos delante de Dios ni siquiera al amor más noble, como es el de la familia, justificando por ellos cosas que no deberíamos hacer-. Esta primacía de Dios nos impedirá, además, adorar a cosas o a personas que terminarían por destruirnos, por despersonalizarnos, por transformarnos en esclavos que, después de ser utilizados, son desechados por el sistema o por la persona que los ha estrujado.