Si nuestro espíritu en su sed auténtica, nuestro ángel de la guarda, nuestros santos protectores, la Virgen María que ruega por nosotros,... pudieran comunicarse en este mismo instante que lees este texto, lo dirían sin dudarlo: El Amor te ama, y está aquí.
Podemos reconocerlo con nuestras palabras y gestos, o no, pero si estamos vivos, si podemos acceder, por ejemplo, a este escrito, si nuestro corazón sigue latiendo y nuestro cerebro tiene aún actividad, es a causa de que Alguien ha pensado en nosotros con Amor, que lo ha dado todo, hasta el extremo de no saber nosotros, muchas veces, qué ha dejado de darnos. Alguien que, respetando nuestra libertad al máximo, se presenta, una y otra vez, diciéndonos sin palabras, o habiéndolas dicho todas, sin quitarnos nada, dándose por entero, que es el Amor. El Amor de los amores, la fuente de la vida, El que era, es y será, el Eterno viviente. No perdamos de vista que estamos hechos a su imagen y semejanza, que nos ha dado un espíritu inmortal, y que hoy la manifestación viva, presente, de Su Cuerpo y Su Sangre son una fiesta para todos, más o menos directamente reconocida.
Recorre cada una de nuestras calles en el rostro de los sencillos, de los niños, de los necesitados, de personas buenas, que conociéndole o no, siendo conscientes o no, están siendo Su Rostro, Su Voz, Su Presencia, para todos, lo sepan o no, lo reconozcan o no. ¿Pero recorre también nuestro corazón? Al verle pasar hacen, los más pequeños y humildes, la cruz sobre sus frentes, le envían un beso, esos son los que están más en Él, unidos a Él.
Pero en muchos, en la mayor parte, esto no es así. Incluso aplaudimos o valoramos más otro tipo de presencias “oficiales”, sociales, políticas, económicas, militares… en una procesión de Corpus Christi. Parece como que todo lo que trae consigo la posibilidad del reconocimiento del Verdadero Trigo y Pan de Vida fuera desplazado por cierta cizaña o distracción más fascinante o atrayente, distractora y sugerente, políticamente correcta.
Y es que el Amor no es amado, como dice san Francisco de Asís, quizá hoy menos que en la época del Poverello. El Amor no busca su propio interés, ni se engríe, ni lleva cuenta del mal, como afirma san Pablo. Todo lo da, espera sin límites, porque los impedimentos o incoherencias los ponemos nosotros. Él no, que permanece fiel incluso amándonos en nuestra frialdad, en nuestro pecado para liberarnos de Él, para que veamos que no hay nada mayor, más limpio y luminoso, más gozoso y pleno, más correspondiente a nuestro corazón, que Su Amor.
Como dice el Dr. López Quintás, la ética o es transfiguración o no es nada. Conocer no es nada sin reconocer, como reconocer no es nada sin seguir y permanecer.
Pienso que hay como unos cuatro tipos básicos de personalidad en lo que se refiere a este conocer, reconocer, seguir y permanecer en Cristo, que me recuerdan mucho a la parábola del sembrador: quien no le conoce bien y no ha tenido un “encuentro” personal; quien lo ha tenido pero no se lo ha creído del todo, o no ha llegado a calar en él su convocatoria y la respuesta no ha sido elaborada; quien le ha seguido durante un tiempo pero no ha sido constante y las circunstancias y distracciones le han vencido o están en proceso de acabar con ese seguimiento fiel; quienes no solo han tenido ese encuentro personal sino que se han sabido acompañados, y habitados, por Su Presencia, pero ni la conciencia de su indignidad, los momentos de mayor alegría espiritual, ni la influencia del mal han podido con la Luz que Él ha puesto en sus corazones para permanecer siguiéndole activamente.
Porque, ¿de qué vale saber tantas cosas sobre Dios, si no somos capaces de arrodillarnos ante Su Presencia? ¿De qué nos aprovecha Su Presencia pasando por las calles de nuestras ciudades, si en Sus templos de piedra y de carne, donde Él vive y espera pacientemente ser reconocido, amado, no son contemplados, atendidos y adorados por nuestro espíritu, en lo más profundo de nosotros mismos también? ¡Cuántos cuerpos, cuántas personas, cuántos templos del Espíritu, abandonados de sí mismos y de los demás, en las avenidas y paseos de nuestras ciudades, de nuestra propia familia! ¿Quién les atiende, acompaña y reza por ellos?
Y Él, de nuevo, se hace evidente. Se presenta, podría sanarnos a todos, podría cambiarlo todo en un solo segundo, pero no. Responde a la fe, a la necesidad, al hambre y a la sed, con Su Palabra, con Su Presencia, hoy como siempre y para siempre. Ahí, en una pequeña forma de pan donde todo el Universo enredado en Él, transfigurado y elevado en Él, donde están contemplándole los santos, nuestros seres queridos que ya partieron, nosotros mismos abrazados por la comunión de los santos… Toda Su obra salvadora Él, y en Él toda la realidad redimida… Él en mí y en ti. Tú y yo en Él.
¿Vamos a arrodillar cuerpo y alma también? ¿Vamos a reconocerle y agradecerle cada detalle que ha tenido con nosotros desde que nos pensó, que nos regaló el aliento de vida del que ahora disfrutamos, Su Palabra, Su Vida, la nuestra en Él, el cumplimiento de lo que nos ha prometido si le seguimos? ¿O le seguiremos dando la espalda, negándole, traicionándole, abandonándole por nuestros propios intereses, deseos, y supuestas necesidades?
De nadie más tiene nuestro espíritu, nuestro corazón, verdadera necesidad. Con nadie puede alcanzar nuestra vida el mayor de los éxitos, porque con Sus dones y la Gracia que asiste a nuestro trabajo y virtudes, podemos presentarnos ante Él un día y decirle: Me diste estos talentos, esta vida, y te muestro mis pobres frutos, lo poco que he podido hacer por mis hermanos, por amarles, por verte a Ti en ellos, por extender por el mundo Tu Palabra, Tu Presencia. Aquí me tienes, Señor, Amor no amado lo suficiente, no reconocido, perdónanos, ten misericordia de mí, de nosotros. No hemos sabido hacer lo que hubiéramos debido, no hemos sabido ser buenos hijos, pero aquí nos tienes, sin poder evitar que sin Ti no somos nada, y esta nada hoy se presenta ante Ti, sabiendo que he sido un mal reflejo de Tu Amor.
¿Cuántas veces escuchamos de aquellos que nos parece que están más encaminados hacia Ti, Señor, que no solo quieren seguirte fielmente, decididamente, levantarse aunque hayan caído, sino que también no quieren entorpecer Tu Luz hacia los demás, que no quieren ser muro u obstáculo del Amor que quieres manifestar y llevar a los más necesitados, a través de ellos?
Quiero acabar con el soneto inspirador de Félix Lope de Vega y Carpio y el himno Adoro te Devote de Santo Tomás de Aquino, para animarnos a confiar más en Jesús, ver el mundo y amar más como Él y en Él, enredarnos más y dejarnos vencer más por Él… No nos resistamos más a Su Amor, y si lo hemos hecho, levantémonos de nuevo, pidamos perdón y contemos con Su Gracia para seguir adelante... A cada día le basta su afán, su esfuerzo… Aún estamos a tiempo…
¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?
¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!
¡Cuántas veces el ángel me decía:
«Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía»!
¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!
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Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias. A ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte.
Al juzgar de ti se equivocan la vista, el tacto, el gusto, pero basta con el oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios; nada es más verdadero que esta palabra de verdad.
En la cruz se escondía sólo la divinidad, pero aquí también se esconde la humanidad; creo y confieso ambas cosas, y pido lo que pidió el ladrón arrepentido.
No veo las llagas como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios; haz que yo crea más y más en ti, que en ti espere, que te ame.
¡Oh memorial de la muerte del Señor! Pan vivo que da la vida al hombre; concédele a mi alma que de ti viva, y que siempre saboree tu dulzura.
Señor Jesús, bondadoso pelícano, límpiame, a mí, inmundo, con tu sangre, de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero.
Jesús, a quien ahora veo escondido, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro ya no oculto, sea yo feliz viendo tu gloria. Amén.