“Proclama mi alma la grandeza del Señor porque ha mirado la humillación de su esclava” (Lc 1, 46-48).
La Iglesia nos propone para esta fiesta de la Asunción de María la lectura del Magníficat, aquel himno entonado por la Santísima Virgen cuando salió a su encuentro su prima Santa Isabel. Hace bien en recordarnos ese pasaje de la vida de Nuestra Señora, porque en él está ya implícita la gloria que un día se le concedería a la Virgen elevándola en cuerpo y alma al cielo. El “proclama mi alma la grandeza del Señor” va seguido del “porque ha mirado la humillación de su esclava”. Dios siempre mira la humillación del que a sí mismo se hace pequeño, siervo, por amor a Él y por amor al prójimo. Esa es la primera lección a recordar en la solemnidad de hoy: no dudemos de que ninguna buena obra queda sin recompensa, aunque ésta pueda tardar un poco a veces.
Hay otra lección, importantísima, sobre la que meditar y con la que alegrarnos: la Asunción de María la coloca directamente en el cielo, junto a su divino Hijo. Desde allí, mejor aún que desde la tierra, puede llevar a cabo la tarea que Jesús le encomendara cuando ella estaba junto a Él, al pie de la Cruz. El “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, no ha sido olvidado nunca por María. Desde el Cielo ejerce de Madre nuestra, de abogada defensora, de consuelo de afligidos, de auxilio de cristianos, de salud de los enfermos. Alegrémonos por el honor que ha recibido nuestra Madre y por la tarea mediadora que continúa haciendo a favor nuestro. Y recordemos que estamos llamados a reunirnos con ella, cuando nos llegue la hora, porque sólo así ella –que tanto nos ama- y nosotros podremos ser felices para siempre.