Uno de los títulos más bellos que recaen en la Corona española, que hace tan excepcional y extraordinaria, desde el punto de vista histórico, a nuestra monarquía, es la de Rey de Jerusalén. Porque Juan Carlos I, además de Rey de España, es también Rey de Jerusalén: algo insuficientemente conocido por los españoles, pero no por ello menos cierto y menos llamativo. ¿Quieren Vds. saber cómo se llega a tan curiosa situación? Pues bien, voy a intentar explicárselo. La cuestión es algo peliaguda, lo reconozco, por lo que será bienvenida toda aportación documentada que puedan hacer Vds., amigos lectores. Pero por mi parte, voy, por lo menos, a intentarlo.
Para empezar, no estará de más realizar un breve repaso a la Historia para saber qué fue el Reino de Jerusalén. Pues bien, el Reino de Jerusalén se constituye cuando el 15 de julio de 1099, la ciudad de Jerusalén es conquistada por los cristianos que habían sido llamados en Santa Cruzada cuatro años antes, en 1095, por el Papa Urbano II. Recae el honor de ser el primer Rey de Jerusalén sobre el francés Balduino I, que lo es entre los años 1100 y 1118, si bien su hermano Godofredo de Bouillon había gobernado la ciudad antes que él, durante apenas un año, el que va de 1099 a 1100, solo que a título de Defensor del Santo Sepulcro y no de Rey.
El trono de Jerusalén va a ser un trono particularmente propicio a las mujeres. Así, son reinas de Jerusalén, Melisenda (11311152), hermana de los dos anteriores, Sibila (11861190) -quien en 1187 pierde la ciudad de Jerusalén ante Saladino, aunque el reino, con capital ahora en Acre y constreñido a la franja costera palestina, continúa llamándose Reino de Jerusalén- Isabel I (11921205), María de Monferrato (12051212)...
Dos mujeres interesan a nuestra historia. Por un lado esa Isabel I que ya hemos mencionado, reina de Jerusalén entre 1192 y 1205. Retengamos su nombre de momento. Y por otro lado, Isabel II (12121228), quien casada con el Emperador Federico II, vinculará la Corona de Jerusalén al Sacro Imperio Romano Germánico. Federico II, vale la pena señalarlo, rendirá un importante servicio a la causa, al recuperar Jerusalén para el reino que lleva su nombre, -cosa que hace mediante un acuerdo con el Sultán de Egipto Al-Malik Al Kadil en el curso de la V Cruzada-, bien es verdad que durante escasos quince años, los que van desde 1229 hasta que, en 1244, los musulmanes vuelven a tomarla para no volver nunca a manos cristianas.
El Reino de Jerusalén permanece vinculado al Sacro Imperio Romano Germánico durante los reinados del hijo de Federico, Conrado (Conrado II de Jerusalén), y del nieto, Conradino (Conrado III de Jerusalén), cuyo reinado sobre Tierra Santa nunca es personal, sino a través de regentes, pues él prefiere concentrar sus esfuerzos en Europa: concretamente en el Reino de Nápoles, que intenta arrebatar a Alfonso de Anjou, quien, tras derrotarlo en la batalla de Tagliacozzo en 1268, no se anda con paños templados y lo manda decapitar.
Volvamos ahora a la Isabel I que habíamos dejado arriba. Y es que ésta tiene una nieta, María de Antioquia que, a falta de mejor manera de hacer valer sus derechos dinásticos sobre Jerusalén, decide venderlos. ¿Y a quien creen Vds. que lo hace? Pues a quien mejor dispuesto estaba a pagárselos, que no es otro que el gran enemigo del decapitado Conradino, Alfonso de Anjou, rey a la sazón de Nápoles, quien a partir de ese momento, se hace llamar Rey de Jerusalén y vincula así, para siempre, ambas coronas mediterráneas(*): por un lado, la efectiva de Nápoles; por otro, la de Jerusalén, meramente virtual. Virtual porque lo cierto es que en 1291, apenas siete años después de acceder Alfonso a la corona jerosolimitana, la pérdida de Acre, última posesión cristiana en Palestina, hace que el Reino de Jerusalén desaparezca para siempre, y a falta de reino, lo único que quede sea un rey, que no es que al modo de los reyes constitucionales no gobierne: es que por falta de reino, ni siquiera reina.
Vayamos, pues, poniendo colofón a nuestra historia: la conquista de Nápoles por las tropas del Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba para nuestro Fernando el Católico, reconocido por bula papal de Julio II de 3 de julio de 1510 como Rey de Nápoles (y ¡ojo! también de Jerusalén), fundamentará, en adelante, la vinculación del título de Rey de Jerusalén a la Corona española. Una vinculación de la que hará buen alarde el propio Fernando el Católico, que en algún momento de su vida llegó a acariciar la idea de recuperar la Ciudad Santa para la Cristiandad. Pero sobre todo, Felipe II, que recibe el título de manos de su padre Carlos V en 1554 para casarse en pie de igualdad, de monarca a monarca –aún no era Rey de España-, con María Tudor, Reina de Inglaterra, y que hará valer tan realífica condición en la que constituye la gran obra arquitectónica de su reinado, el Monasterio de El Escorial, donde precisamente las figuras del Rey David y del Rey Salomón coronan la impresionante entrada a su capilla, asimilando el gran mausoleo filipino a una especie de nuevo Templo de Jerusalén, aquél que Tito destruyera en el año 70 d.C..
(*) Lo que, ojo, no quiere decir que la de la Casa real de Nápoles sea la única reinvindicación que sobre el título real de Jerusalén existe, reclamado también, como lo es, a través de los derechos que transmite el que fuera último rey efectivo de la Ciudad Santa, que lo fue entre 1285 y 1291, Enrique II de Chipre, línea dinástica cuyos derechos al título acabarán confluyendo en la Casa de Saboya.
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