No hace mucho
que comenté
que una de las razones por las que los incrementos de los precios no se están repercutiendo
al consumidor es la competencia entre las empresas. El economista, Vedran Vuk, cita
otras dos. La primera es la elasticidad
de los precios –el grado de respuesta de la demanda de un producto en función
de los cambios del precio-. La segunda son los contratos de futuros: muchas empresas compraron, hace
meses o algún año, los productos agrícolas que están consumiendo ahora mediante
este tipo de contratos, habiendo pactado precios más baratos que los actuales
precios al contado.
A pesar de ello, si
los precios suben como consecuencia del aumento de la cantidad de papel que los
bancos centrales emiten, llegará un momento que las empresas tendrán que afrontar
las subidas de precios de las materias primas y los alimentos en origen, al
margen de la elasticidad de precios o el mercado de futuros. Llegado este punto, sólo la situación financiera de una
empresa con respecto a la competencia determinará su capacidad para resistir, sucumbir
o, si tienen suerte, fusionarse con otras empresas. Bueno, pues ese es el límite al que, al
parecer, ha llegado Rumasa y pronto llegará todo el sector alimentario. La
gestión particular de Rumasa, o que sea Rumasa o cualquier empresa del sector, no
es lo relevante de la noticia. ¿Se dan ustedes cuenta? Lo que empezó siendo un
problema “inmobiliario”, pasó a ser “bancario”, luego de “deuda soberana” y
ahora “alimentario”. Sin embargo, todo esto no son más que síntomas. La enfermedad es el sistema monetario fiduciario
en sí mismo, los niveles de endeudamiento que fomenta este sistema y el poder
que hemos concedido a los Estados para resolver el problema generando inflación
–cargándose el poder adquisitivo de los ciudadanos y dejando que los
responsables del exceso de endeudamiento salgan indemnes-.
Una vez emitido
el confeti, ningún control
de precios evitará que los precios suban. Los controles de precios siempre
terminan en escasez y, por lo tanto, en precios aún más altos. De hecho, un aspecto
fundamental del origen de ésta y otras crisis monetarias es, precisamente, el
control sobre un precio: el del dinero. Cuando
los bancos centrales fijan los tipos de interés están controlando el precio del
dinero. Cuando uno pide un crédito, está comprando el servicio de disponer
de un dinero durante un tiempo a cambió devolver ese dinero más un porcentaje sobre
el dinero prestado. Ese porcentaje es el interés y el precio que tiene el
dinero en un momento dado. ¿En qué ha
terminado el control de los bancos centrales y el Estado sobre el precio del
dinero? En escasez del crédito.
Ojo, la escasez del crédito no tiene nada que ver con la abundancia de papel
circulando en el mercado. Mucha gente piensa que si falta el crédito,
inyectando más papel en el mercado aumentaría la cantidad de crédito –típico
error keynesiano-. Aumentar la cantidad de papel imprimiéndolo, no incrementa el crédito y
solamente provoca la elevación de los precios –inflación-. Claro, hay más papel
en circulación y nominalmente uno puede recibir más papel prestado. Sin
embargo, ese papel valdrá menos y comprará menos bienes y servicios –lo comido
por lo servido-.
Peor aún, el
crédito seguirá disminuyendo en procesos cíclicos de contracción del crédito,
cada vez más intensos y frecuentes para terminar en un último proceso donde el
crédito se reduce a cero. Las
características propias de ese último ciclo serían unos niveles de
productividad ínfimos, ausencia de ahorro, exceso de gasto, enquistamiento del
endeudamiento, elevada morosidad y el crédito reducido a cero –si no hay ahorro es imposible que haya
crédito de la misma manera que si nadie cultivase lentejas, no las habría en el
supermercado-. Diría yo que esta
descripción del último ciclo de una serie de ciclos recesivos del crédito, se
parece bastante a la situación actual. Nada de lo que tengamos que
preocuparnos; históricamente, estas situaciones suelen resolverse de manera
violenta. Posteriormente, si no se
suprime aquello que provoca esta serie de procesos cíclicos –el sistema
monetario fiduciario, el control del Estado sobre los precios, la banca
central, etc.- la serie comienza de
nuevo para terminar, unos decenios después, de la misma manera. Muy
esperanzador.
Por lo tanto, los
problemas del sector alimentario –los que tienen ahora y los que vengan más
adelante conforme sigan aumentando los precios en origen- no son más que la
fase natural que tiene el sistema económico para acabar repercutiendo los
incrementos de los precios sobre el consumidor. No depende de la voluntad de
ninguno de los agentes o personas que participan en el mercado. Es un fenómeno propio
de un proceso inflacionista. Entonces, ¿no se puede evitar? Se podría haber evitado no provocándolo;
es decir, de no haber aumentado la cantidad de papel moneda en el mercado, no
habrían aumentado los precios de los alimentos en origen, el sector alimentario
no tendría que sufrir una reducción de competencia y los precios finales tampoco
tendrían que aumentar.
En
definitiva, salvar a los bancos que extendieron el crédito por encima de sus
posibilidades, emitiendo confeti, les
resolverá el problema a los bancos pero no a sus depositantes. La inflación se
comerá el valor de los depósitos de la misma forma que lo hubiese hecho una
quiebra controlada de los bancos –quita total a tenedores de bonos y
accionistas, y quita parcial a los depositantes-. La ventaja de la inflación respecto a una quiebra controlada es que el
banquero sale de
rositas y la mayoría de los depositantes ni se enteran de quién
les ha birlado una parte sustancial de sus depósitos. ¿Ven ustedes el
truco? La quiebra controlada es dolorosa –curar cualquier enfermedad siempre lo
es, pero el paciente lo asume y entiende que se hace en su propio beneficio-.
La inflación es, además, perversa –curar a unos contagiando a otros, dejando
el germen de la enfermedad ahí aletargado para que dentro de unos años ataque
de nuevo-.