Igual que Hobbes, quien se hizo eco de ese adagio latino que dice que el hombre es un lobo para el hombre, a veces me pregunto por qué en la Iglesia, sin llegar a lobos, somos muchas veces una piedra de tropiezo más que una ayuda para los demás.
En mi paseo nocturno me acordaba del corazón del Cristo de las novelas de Giovanni Guareschi, siempre misericordioso, siempre paciente y nunca falto de buen humor e incluso cierta sorna ante las boutades de ese noble corazón que gastaba el bueno de don Camilo.
Qué diferente de los corazones que tenemos nosotros, siempre dispuestos a criticar, a buscar la división, a encontrar la falta en el hermano, como si con eso fuéramos a ganar algo y dormir más tranquilos y en paz.
Jesús llegó a llorar por la dureza de Jerusalén, viendo la deriva de perdición en la que ella misma se escoraba, por no querer escuchar ni a Dios, ni a los profetas, ni siquiera al hijo del dueño de la vid, a quien acabaría matando.
Y la historia se repite día tras día, en cada corazón, en cada grupo y en cada comunidad. Y así lo reflejamos después en nuestra familia, en nuestras amistades y en nuestra sociedad, sin que el número de horas de oración o de comuniones recibidas parezca ablandar ni un milímetro esa esclerosis de dureza que nos invade.
Y esa dureza es la que me escuece hoy, la que se vive en la Iglesia- la mía y la de los otros- porque deja un mal sabor de boca que no se puede atenuar con las mil razones que cada cual esgrime en un intento inútil de tener la razón y quedar un peldaño por encima del otro.
Me pregunto cuántas carencias que lamentamos en la Iglesia estarán causadas, simple y llanamente, por esta carcoma del alma que nos aqueja, cuyos efectos padecemos y tantísimas veces nos hemos ganado a pulso.
Me dirán que somos pecadores, que está en la naturaleza - caída eso sí- de las cosas; que tampoco hay que ponerse así…pero, ¿quién tiene en cuenta el escándalo que con todo esto causamos a los pequeños, a los que sufren, a los pobres, y a los que buscan?
Cada hora de discutir teologías enfrentadas y de descalificar a los de dentro, es una hora perdida para la gloria de Dios y la salvación de los hombres, que podríamos estar dedicando a cosas más productivas en términos de vida eterna.
Cada minuto de oración egoísta, de la que busca la propia perfección y el propio gusto, es un minuto desperdiciado en buscarnos a nosotros mismos que al final del día se vuelve para acusarnos de ser unos obesos espirituales, engordados con la autocomplacencia de sentirnos justificados, como un fariseo más.
Cada segundo sin perder la vida, los esquemas, los bienes y nuestro tiempo, no es sino un segundo más de tristeza que tendremos el día que como Oscar Schindler en la película de Spielberg, descubramos que podíamos haber hecho mucho más.
Y así pasan los días, impermeables a la lluvia de la gracia, inmunizados contra la bondad de Dios, insensibles al dolor de los demás e incapaces de dar a torcer el brazo, como si tuviéramos algo que mereciéramos por nosotros mismos, y quisiéramos protegerlo de los que roban el cuerpo, la propia estima, la fama o posición social.
¡Cuánto escuece la dureza! La que uno tiene por dentro, y la que demuestra a los demás. La que sufre de los otros y la que a veces circula inadvertida por el propio corazón…
Esto es lo que rumiaba en mi corazón esta noche paseando, pensando en la Iglesia y en la misericordia de Dios.
Ojalá cada día Él nos dé, por medio de su Espíritu, la gracia de ablandarnos un poco, para así parecernos un poco más a su corazón…