El 16 de febrero se cumplen 75 años de la victoria del Frente Popular en las elecciones a Cortes celebradas en ese día de 1936. La nefasta coalición de izquierdas (formada por republicanos, socialistas, comunistas, sindicalistas y el Partido Obrero de Unificación Marxista) se proclamó vencedora de los comicios por un estrechísimo número de votos y, eso sí, sin esperar el fin del recuento del escrutinio y la proclamación de los resultados por parte de las diferentes Juntas Provinciales del Censo. Se abría así en España un periodo de una trágica inestabilidad y de un brutal anticlericalismo que no ha conocido parangón en la historia de Occidente desde las bárbaras masacres de cristianos en el Imperio romano.
Pero conviene echar la mirada atrás y recordar cómo se había ido gestando este despiadado sentimiento anticatólico por parte de las izquierdas en España. La derrota del PSOE en las elecciones de 1933 hizo prevalecer en su seno la corriente violenta que consideraba imposible hacer triunfar su ideología por las vías legales. Así, sin la deseada legitimidad que las urnas le habían negado, comenzó a preparar la revolución armada. El malestar social creció durante los meses de enero y febrero de 1934 con frecuentes huelgas, atracos e incendios de iglesias y se agravó durante la primavera y el verano. El 4 de octubre de ese año hubo una huelga general unida a un movimiento revolucionario en toda España, que triunfó en Asturias y Cataluña pero que fracasó en el resto del país. La revolución de Asturias se convirtió, a pesar de su escasa duración en el tiempo, trece días, en el episodio más lamentable y sangriento de este período, y en el origen de raudales incomprensibles de sangre y odio, especialmente en el terreno religioso como lo demostró la prohibición de toda manifestación religiosa y la quema de templos o la consideración de sacerdotes y religiosos como enemigos del pueblo hasta tal punto que treinta y tres de ellos fueron ejecutados durante estas jornadas revolucionarias.
Éstas y otras muertes dieron el tono anticristiano de la revolución. Pero no fueron sólo ellas. La destrucción de iglesias, el aniquilamiento de los signos religiosos, la rabia con que se bombardeó la misma Catedral ovetense para reducir a los guardias civiles refugiados en ella o la saña con que se quemó el palacio episcopal o el Seminario indicaban el sentimiento anticatólico que dominaba el pensar y actuar de la práctica totalidad de los partidos de izquierdas de la época. La llamada revolución de Asturias se convirtió, así, en el primer intento socialista de implantar violentamente la dictadura del proletariado en toda España. Aunque fracasó, los socialistas no abandonaron la idea de hacer otro intento revolucionario.
Un mes antes de las elecciones de 1936 quedaron disueltas las primeras Cortes ordinarias de la Segunda República y convocadas las elecciones de las que se cumplen 75 años. Por ellas, bajo incuestionables sospechas de fraude, llegaron al poder algunos de los partidos más violentos y exaltados, creando una situación tan insostenible que los exponentes más moderados del Ejecutivo fueron incapaces de controlar. Comenzaron, de este modo, desde el 16 de febrero de 1936 una serie de huelgas salvajes, alteraciones del orden público, incendios y provocaciones de todo tipo que llenaban las páginas de los periódicos y los diarios de sesiones de las Cortes.
Lo más deleznable, además del hecho, fue la más que evidente complicidad de algunas autoridades en estos episodios. Se incrementó sensiblemente desde aquella fecha la prensa anticlerical y facciosa que incitaba a la violencia, como La Libertad, El Liberal y El Socialista. Según datos oficiales recogidos por el Ministerio de la Gobernación, completados con otros procedentes de las curias diocesanas, durante los cinco meses de gobierno del Frente Popular varios centenares de iglesias fueron incendiadas, saqueadas, atentadas o afectadas por diversos asaltos; algunas quedaron incautadas por las autoridades civiles y registradas ilegalmente por los ayuntamientos. Varias decenas de sacerdotes fueron amenazados y obligados a salir de sus respectivas parroquias; otros fueron expulsados de forma violenta; varias casas rectorales fueron incendiadas y saqueadas y otras pasaron a manos de las autoridades locales; la misma suerte corrieron algunos centros católicos y numerosas comunidades religiosas; en algunos pueblos de diversas provincias no se permitía celebrar el culto, prohibiendo el toque de campanas, la procesión con el Viático y otras manifestaciones religiosas; también fueron profanados algunos cementerios y sepulturas como la del Obispo de Teruel, Antonio Ibáñez Galiano, y los cadáveres de religiosas de algún convento. Igualmente frecuentes fueron los robos del Santísimo Sacramento y la destrucción de las Formas Sagradas. Se creó, pues, un clima de terror en el que la Iglesia era el objetivo fundamental.
Hay que admitir -por evidente- que al margen de la propia Guerra civil y con antelación a la misma, la izquierda española tenía minuciosamente previsto un auténtico programa de persecución contra la Iglesia. Sí, es innegable que fue escrupulosamente planeada la estrategia feroz con que se persiguió a los sacerdotes, religiosos y religiosas por el mero hecho de serlo, sin ninguna relación con sus actuaciones o actitudes políticas.
A esto hay que sumar que los horrores de esta persecución no solamente fueron animados y cometidos por los dirigentes de los partidos políticos de las izquierdas sino que, además, los alabaron y se vanagloriaron de ellos. Así Andrés Nin, jefe del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) escribía en La Vanguardia del 2 de agosto de 1936: “La clase obrera ha resuelto el problema de la Iglesia sencillamente no dejando en pie ni una siquiera”. Este programa de aniquilamiento se iba perfilando día tras día, a juzgar por una frase del mismo Nin pronunciada en un teatro de Barcelona el 8 de agosto de 1936: “Había muchos problemas en España y los republicanos burgueses no se habían preocupado de resolverlos: el problema de la Iglesia; nosotros lo hemos resuelto yendo a la raíz. Hemos suprimido sus sacerdotes, las iglesias y el culto”.
Como afirma el prestigioso historiador valenciano Cárcel Ortiz, a las cosas hay que llamarlas por su nombre. La verdad y la justicia sobreviven al sectarismo y a la manipulación histórica. Sí, la Iglesia fue objetivo de las izquierdas por lo que representaba. El fin era acabar con ella, hacerla desaparecer. Para ello nada mejor que el asesinato de sus Obispos y sacerdotes, y la matanza de sus fieles. De esta manera casi siete mil eclesiásticos, más una pléyade incontable de cristianos laicos, fueron víctimas de un volcán de irracionalidad que actuaba in odium fidei, in odium Ecclesiae. El 16 de febrero de 1936 las izquierdas radicales quisieron abrir la puerta al inicio del fin de la Iglesia; sin embargo, abrieron la puerta del Cielo a miles y miles de cristianos que recibieron la corona de gloria que no se marchita.