Es verdad que los episodios históricos son impredecibles e irrepetibles pero hay en la naturaleza humana algunas constantes que aportan al comportamiento en sociedad elementos fácilmente reconocibles en acontecimientos separados por el espacio y por el tiempo.
Un ejemplo son las distintas fases por las que suele atravesar una revolución y otro, que estos procesos suelen acabar desembocando en lo que se ha llamado bonapartismo.
Ya Carlos Marx en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, describió un tipo de régimen burgués en el que pareció estabilizarse la agitada historia francesa a mediados del siglo XIX, después de los ciclos revolucionarios anteriores. Napoleón III parecía llamado a consolidar el orden nacido de la Revolución francesa desarticulando al mismo tiempo la potencia creadora de los sectores sociales que la habían protagonizado (como es el caso de la burguesía) y frenando la evolución del proceso. Diríamos que se convirtió en el domesticador de leones que cree reproducir en el corto escenario de su jaula la potencia del rey de la selva en libertad. La situación tan inestable de quien alimenta al que habrá de devorarle permite a Marx retratar la deshonrosa tarea del bonapartismo en estos términos:
“Esta misión contradictoria del hombre explica las contradicciones de su Gobierno, el confuso tantear aquí y allá, que procura tan pronto atraerse como humillar, unas veces a esta y otras veces a aquella clase, poniéndolas a todas por igual en contra suya, y cuya inseguridad práctica forma un contraste altamente cómico con el estilo imperioso y categórico de sus actos de gobierno, estilo imitado sumisamente del tío”.
Esta referencia a Napoleón Bonaparte, de quien Napoleón III era sobrino, nos recuerda que fue probablemente la obra del Corso el tipo más acabado de bonapartismo.
Su coronación como emperador lleva a la Revolución Francesa a concluir en una tiranía que ni siquiera pudieron imaginar los que definían a Luis XVI como monarca absoluto. Y, desde luego, hay algo de grotesco y de histriónico en ver a un hijo de la revolución adornado con las galas que no hubiera reclamado para sí ni un sátrapa oriental. Sin embargo, Napoleón iba a extender en pocos años las ideas revolucionarias por toda Europa sometida a las botas de sus Ejércitos haciendo más por la derrota de los ideales tradicionales que todos los guillotinadores de las etapas anteriores.
La etapa bonapartista de una revolución es la más difícil para los que siguen fieles a las ideas derrocadas por el proceso; así los católicos de La Vendée, resistentes hasta el exterminio frente a las ideas anticristianas de la revolución, cayeron ahora seducidos por la retórica conservadora del tirano.
René Remond distingue en la derecha francesa del siglo XIX una rama liberal, una contrarrevolucionaria y otra bonapartista. Como precisa Miguel Ayuso, extrapolando la situación mutatis mutandis al caso español, el trasvase de caudales producido entre la doctrina contrarrevolucionaria y el pensamiento bonapartista también opera, entre otros factores, como factor de fragmentación de la doctrina católica tradicional.
“Todos los días percibimos que la defensa de causas nobles en que el pensamiento cristiano se halla implicado se hace, en el mejor de los casos, desde la desconexión de sus premisas ideológicas y políticas, cuando no desde palenques gravemente desenfocados. Incluso en las expresiones de la doctrina social de la Iglesia, impulsadas por el pontificado de Juan Pablo II, se percibe una tendencia a aceptar las estructuras políticas vigentes, aun a riesgo de incurrir en alguna grave contradicción derivada de la aceptación de la democracia pluralista” (AYUSO, Miguel, La cabeza de la gorgona (De la “hybris” del poder al totalitarismo moderno, Ediciones Nueva Hispanidad, Buenos Aires, 2001, p.133).
Y por si alguien avezado en descubrir heterodoxias cree poder descubrirlas en mi razonamiento por haber transcrito este juicio crítico, cabe recordar que un argumento semejante fue expuesto por el entonces Obispo de Cuenca al afirmar que “Las incoherencias de la predicación actual descubren la necesidad de reedificar la doctrina de la Iglesia” (en Iglesia-Mundo 384(1989)51ss.). La situación incluso se ha agravado al adoptarse el discurso del laicismo presuntamente sano al tiempo que se silencia que la misión de la Iglesia en relación con cualquier comunidad política es predicar que no sólo los actos y comportamientos individuales de los ciudadanos, sino además la misma estructura constitucional ha de estar eficazmente subordinada al orden moral.
En síntesis, todo lo que se hace para subsanar algunos de los excesos sin cuestionar los principios erróneos sobre los que se sustentaron las experiencias anteriores será poco más que puro “bonapartismo”.
Con este término se define en la historia de cualquier proceso revolucionario a la fase de institucionalización que salva a las conquistas logradas de perecer en medio de su propia inoperancia y del caos provocado. El fenómeno se repite en otros muchos procesos revolucionarios, tanto si son de naturaleza socio-política como religiosa.
Los bonapartistas tienen en común algunos de los siguientes caracteres:
― Establecen una aparente paz interior que resulta especialmente cómoda para los conservadores, es decir e quienes recuerdan el orden como una de las características más añoradas del estado de cosas anterior a la Revolución.
― Han pasado de la oposición al poder y los mismos que ayer socavaban todo principio de autoridad son ahora los súbditos más rastreros que reclaman una obediencia servil hacia el que manda.
― En su afán de contentar a todos acaban poniéndolos a todos en su contra y esta inseguridad práctica se contrapone con el estilo personalista, imperioso y carismático de su forma de ejercer el poder.
― Niegan el conflicto existente en el interior de la sociedad que regentan y prefieren lanzar a sus leales a empresas en el exterior.
― Hacen compatible el mantenimiento de los principios e instituciones revolucionarias con magnánimas concesiones a los que siguen apegados a formas anteriores; de manera que estos les tengan que agradecer como dones venidos de sus manos cosas a los que tienen derecho por la propia naturaleza de las cosas.
― Adoptan formas exteriores (vestidos, ceremonias, protocolo…) propias del orden derrocado que aparecen así desprovistas de todo contenido dando a los ahora aupados en el poder tonos de una hilarante comicidad.
― Parecen situarse en una teórica equidistancia de las posiciones extremas: no son ni revolucionarios ni tradicionales pero, en la práctica, hacen avanzar cada día a la revolución hasta extremos con los que no pudieron soñar sus más radicales defensores.
Si no fuera porque los resultados de su obra son trágicos, los bonapartistas serían cómicos. Ataviado de corona y armiño, con la ridícula pose adoptada por el corso para encumbrarse y ennoblecer sus oscuros orígenes, no se puede ocultar que Napoleón logró lo que no consiguieron los jacobinos: desarticular las instituciones del Antiguo Régimen allí donde pervivían y cercenar toda capacidad de resistencia.
Por eso, quien quiera salvar el caos que provoca una revolución, sobre todo si es en el terreno religioso, estará obligado a luchar contra los bonapartistas con más coraje y perseverancia que contra los vandálicos destructores de la ciudad y del templo.
Qui potest capere, capiat