El 29 de marzo de 1987 el Papa Juan Pablo II rompía un tabú que había marcado durante años a la Iglesia en España. En aquella fecha, el Papa Wojtyla beatificaba en Roma a tres carmelitas de Guadalajara martirizadas en julio de 1936, a los pocos días de comenzar la Guerra Civil española. Después de aquellas beatificaciones, y hasta nuestros días, vendrían casi un millar más.
La ceremonia más numerosa de beatificación de mártires tuvo lugar el 28 de octubre de 2007. Aquel memorable día el Cardenal Saraiva Martin, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, por encargo y delegación de Benedicto XVI, leyó el Decreto por el cual el Papa elevaba a la gloria de los altares, como auténticos mártires, a 498 cristianos asesinados por el solo hecho de serlo. Sí. Se trataba de hombres y mujeres que derramaron su sangre por la fe durante la persecución religiosa en España, en los años mil novecientos treinta y cuatro, treinta y seis y treinta y siete. Entre ellos había obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos, mujeres y hombres; tres de ellos tenían dieciséis años y el mayor setenta y ocho.
Este grupo tan numeroso de beatos manifestaron hasta el martirio su amor a Jesucristo, su fidelidad a la Iglesia Católica y su intercesión ante Dios por todo el mundo. Antes de morir perdonaron a quienes les perseguían y asesinaban -es más, rezaron por ellos- como consta en los diferentes Procesos de beatificación que se instruyeron.
El mismo día de la beatificación de los 498 mártires, en el rezo del Ángelus, el Papa Ratzinger afirmaba que “hoy damos gracias a Dios por el gran don de estos testigos heroicos de la fe que, movidos exclusivamente por su amor a Cristo, pagaron con su sangre su fidelidad a Él y a su Iglesia […] Al mismo tiempo, con sus palabras y gestos de perdón hacia sus perseguidores, nos impulsan a trabajar incansablemente por la misericordia, la reconciliación y la convivencia pacífica”.
Igualmente, en la Misa de acción de gracias que al día siguiente presidió en la Basílica de San Pedro del Vaticano, el Secretario de Estado, el Cardenal Tarsicio Bertone, afirmaba que “estos mártires no han sido propuestos al pueblo de Dios por su implicación política, ni por luchar contra nadie, sino por ofrecer sus vidas como testimonio de amor a Cristo y con la plena conciencia de sentirse miembros de la Iglesia. Por eso, en el momento de la muerte, todos coincidían en dirigirse a quienes les mataban con palabras de perdón y de misericordia. Así, entre tantos ejemplos parecidos, resulta conmovedor escuchar las palabras que uno de los religiosos Franciscanos de la Comunidad de Consuegra dirigía a sus hermanos: «Hermanos, elevad vuestros ojos al cielo y rezad el último padrenuestro, pues dentro de breves momentos estaremos en el Reino de los cielos. Y perdonad a los que os van a dar muerte»”.
La Iglesia, para beatificar a estos -para algunos- polémicos mártires, ha seguido un proceso minucioso al que puede acceder cualquier investigador indagando acerca del martirio de cada uno de ellos. Tres son las condiciones que marca la misma Iglesia para declarar mártir a uno de sus hijos: 1. que haya muerto realmente; 2. que haya muerto por odio a la fe; y 3. que haya muerto aceptando su martirio, glorificando a Dios y perdonando a sus verdugos. No vale cualquier muerte o asesinato para declarar a alguien mártir de Cristo. Tiene que morir por Cristo.
Para algunos el reconocimiento del martirio de estos auténticos mártires es polémico, “reabre heridas” dicen. Pero es bueno recordar que los mártires -estos mártires de la persecución contra la Iglesia en España en el siglo XX- no mataron a nadie, no lucharon en ningún frente de guerra, de manera que, como sucede en todas las guerras, unos caen aquí y otros caen allí. Los mártires no fueron caídos de la guerra ni efectos colaterales de la misma. Ellos estaban en su puesto de trabajo, en sus casas, cumpliendo sus obligaciones y fueron buscados para ser asesinados exclusivamente por ser obispos, curas, frailes, monjas o seglares católicos. Fueron llevados al paredón en un momento de virulenta persecución contra Dios y contra la religión católica. Su muerte fue provocada directamente por el odio contra la fe.
Pero ellos se dieron cuenta de lo que pasaba y de lo que se les venía encima y resistieron con una fuerza sobrehumana, la fuerza que proviene de Dios, confesando la fe y aclamando a Cristo como su único Señor. Quienes los mataban pensaban que acababan con ellos pero ellos fueron más fuertes que sus verdugos. Ellos murieron amando con un amor más grande que el odio que quería destruirlos. En ellos triunfó el amor. Para nada colaboraron ellos con la violencia sino que la sufrieron en un acto supremo de amor.
Sí. Cuando la Iglesia beatificó a estos gigantes de la fe lo que menos deseaba era politizar este acontecimiento. Por muchas razones: la primera porque esa es una salida miserable y mezquina. Otra razón fundamental radica en que quienes fueron beatificados no fueron asesinados por simpatizar con tal o cual ideología; tampoco lo fueron por batallar -en el caso de los muertos de 1936 a 1939- en este o aquel bando de nuestra Guerra Civil. Fueron asesinados únicamente por profesar la fe católica, por ser testigos de Cristo. Murieron perdonando a sus asesinos y su sangre se alza precisamente contra ese deseo cainita de considerar al adversario un enemigo a liquidar.
¿Qué tipo de adversario puede considerarse, por ejemplo, a Luis Gómez de Pablo, carmelita descalzo, nacido en Valladolid y martirizado en Toledo con 24 años, cuando todo lo que hizo fue prepararse para su subdiaconado atendiendo a la vez el servicio de la casa y de la iglesia? ¿Y qué hizo para morir Federico Cobo Sanz, aspirante salesiano de 16 años, nacido en Rábano, que muere en Madrid exclusivamente por ser alevín de religioso en su tercer año de estudios junto a su hermano, aspirante a sacerdote salesiano?
Hace no muchas semanas Santiago Carrillo, antiguo dirigente comunista (una de las ideologías que más millones de personas ha llevado a la tumba -y lo sigue haciendo- en el mundo entero) afirmaba en los informativos matutinos de una cadena de televisión que los obispos españoles “estaban como en el 36” pero “sin un ejército dispuesto a sublevarse”. Algunos, como Carrillo o el actual presidente del Gobierno de España con su infausta Ley de la Memoria Histórica, sí que se empeñan en reabrir viejas heridas que en nada ayudan al progreso del país. Viven con la mirada henchida de rencor y anclada en el pasado. Tienen el corazón tan ideologizado y la conciencia tan manchada por una u otra causa que son incapaces de perdonar.
Le diré a Santiago Carrillo dónde estaban los obispos en el 36: defendiendo a la Iglesia (sacerdotes, consagrados, fieles laicos) de los ataques del Frente Popular, del cual él formaba parte; estaban, algunos de ellos, en fosas comunes; estaban enterrados en fosas con cal viva; estaban siendo bárbaramente torturados y asesinados (recordemos a los obispos de Barbastro, Jaén, auxiliar de Tarragona, Ciudad Real, Lérida, Barcelona, Cuenca, Guadix, Sigüenza, Teruel, Segorbe, Almería o el administrador apostólico de Alicante). Ahí estaban los obispos. Derramando su sangre; asesinados por el odio a la fe que, entre otros, Carrillo profesaba.
Y Carrillo ¿dónde estaba? ¡Ah, sí! Carrillo estaba en Paracuellos del Jarama.