La llamada Leyenda de Set, que circulaba ya entre los siglos IV y III antes de Cristo, iba a ser reelaborada después con variantes diversas. Dice así:
«Sucedió que Adán estaba muy atribulado y ordenó a Set que emprendiera viaje al paraíso para suplicar a Dios el Óleo de la Misericordia. Siguiendo en orden inverso las pisadas de sus padres, el muchacho se encaminó hacia aquel lugar inimaginable, aunque tantas veces imaginado, del cual había oído hablar constantemente desde niño. Anduvo leguas y leguas, durante días y días. De pronto, una serpiente se interpone en su camino y le cierra el paso. ¿Es otra vez el diablo o es un emisario de Dios? La narración sólo dice que Set no pudo conseguir lo que su padre le había mandado buscar…».
Prosigue José María Cabodevilla[1], que es quien recoge esta leyenda, contando que «Set, aunque no pudo obtener el Óleo de la Misericordia, al menos recogió una rama de olivo. Esta rama la plantaría luego su padre allí, en el país del exilio, y crecería hasta convertirse en árbol. Un día, después de muchos cuidados y desvelos e incertidumbre, el árbol dio fruto y del fruto se pudo sacar aceite. Ese día obtuvo Adán para él, para su esposa y para todos sus descendientes, el anhelado perdón divino».
Lo que ni Set ni ningún hijo de Adán pudo conseguir ya lo ha conseguido María. María es la vuelta al Paraíso. María pisó la cabeza de la serpiente, entró en el Paraíso y recibió el Óleo de la Misericordia. Era una ramita verde de oliva; Ella la plantó en su Corazón y dio fruto bendito. El Óleo de la Misericordia era su propio Hijo. El Óleo de la Misericordia era el Espíritu del Hijo. Después el Óleo del Espíritu se derramaría sobre todo creyente. Con María empieza el tiempo de la misericordia.
«En María, “llena de gracia”, la Iglesia ha reconocido a la “toda santa, libre de toda mancha de pecado, (...) enriquecida desde el primer instante de su concepción con una resplandeciente santidad del todo singular” (LG 56).
Este reconocimiento[2] requirió un largo itinerario de reflexión doctrinal, que llevó finalmente a la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción por parte del beato Pío IX.
La Sala de la Inmaculada Concepción (Aposentos Papales, Vaticano) fue encargada por el beato Pío IX, tras la promulgación del dogma de la Inmaculada Concepción (1854) a Francesco Podesti.
El término “hecha llena de gracia” que el ángel aplica a María en la Anunciación, se refiere al excepcional favor divino concedido a la joven de Nazaret con vistas a la maternidad anunciada, pero indica más directamente el efecto de la gracia divina en María, pues Ella fue colmada, de forma íntima y estable, por la gracia divina, y, por tanto, santificada. El calificativo “llena de gracia” tiene un significado densísimo, que el Espíritu Santo ha impulsado siempre a la Iglesia a profundizar.
... En el saludo del ángel, la expresión “llena de gracia” equivale prácticamente a un nombre; es el nombre de María a los ojos de Dios. Según la costumbre semita, el nombre expresa la realidad de las personas y de las cosas a que se refiere. Por consiguiente, el título “llena de gracia” manifiesta la dimensión más profunda de la personalidad de la joven de Nazaret: de tal manera estaba María colmada de gracia y era objeto del favor divino, que podía ser definida por esta predilección especial.
El Concilio recuerda que a esta verdad aludían los Padres de la Iglesia cuando llamaban a María “la toda santa”, afirmando, al mismo tiempo, que era “una criatura nueva, creada y formada por el Espíritu Santo” (LG 56).
La gracia, entendida en su sentido de gracia santificante, que lleva a cabo la santidad personal, realizó en María la nueva creación, haciéndola plenamente conforme al proyecto de Dios».
María consigue para nosotros el Óleo de la misericordia, el perdón, la posibilidad de pertenecer al Paraíso eterno, al Paraíso que no pasa, al Reino definitivo. María nos hace, a través de esta nueva creación, pertenecer plenamente al proyecto de Dios.
Así, la reflexión doctrinal ha podido atribuir a María una perfección de santidad que, para ser completa, debía abarcar necesariamente el origen de su vida.
Y esto es lo que hoy contemplamos: el misterio de María Inmaculada, la Purísima Concepción.
A esta pureza original parece que se refería un obispo de Palestina que vivió entre los años 550 y 650, Theoteknos de Livias. Presentando a María como toda hermosa, pura y sin mancha, alude a su nacimiento con estas palabras:
Nace como los querubines la que está formada por una arcilla pura e inmaculada (Panegírico para la fiesta de la Asunción, 5-6).
En el siglo VIII, Andrés de Creta, es el primer teólogo que ve en el nacimiento de María una nueva creación. Argumenta así:
“Hoy la humanidad, en todo el resplandor de su nobleza, inmaculada recibe su antigua belleza. Las vergüenzas del pecado habían oscurecido el resplandor y el atractivo de la naturaleza humana; pero cuando nace la Madre del Hermoso por excelencia, esta naturaleza recupera, en su persona, sus antiguos privilegios (...). Hoy comienza la reforma de nuestra naturaleza, y el mundo envejecido, que sufre una transformación totalmente divina, recibe las primicias de la segunda creación” (Sermón I, sobre el nacimiento de María).
La Concepción pura e inmaculada de María aparece así como el inicio de una nueva creación.
Hoy es el día de volver a levantar un canto de acción de gracias por este privilegio especial concedido a la Mujer elegida para ser Madre de Cristo. Con María se inicia este tiempo de gracia abundante, tiempo de redención.
La Virgen Inmaculada nos ofrecerá, dentro de unas semanas, al retoño de Jesé, nos ofrecerá al Hijo de Dios, a Cristo el Señor, el único Salvador, el mismo que ayer, hoy y siempre trae para toda la humanidad la salvación definitiva.
Podemos recordar en esta acción de gracias aquel número de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola. En la última meditación titulada Contemplación para alcanzar amor dejó escrito el santo[3]:
El primer punto es traer a la memoria los beneficios recibidos, de creación, redempción y dones particulares, ponderando con mucho afecto cuánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí, y cuánto me ha dado, de lo que tiene, y consecuénter el mismo Señor desea dárseme en cuanto puede, según su ordenación divina; y con esto reflectir en mí mismo, considerando, con mucha razón y justicia, lo que yo debo de mi parte ofrecer y dar a la su Divina Majestad; es a saber, todas mis cosas y a mí mismo en ellas, así como quien ofrece afectándose mucho: Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis; a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia; que ésta me basta (234).
Este es el canto que hoy elevamos a Dios. Este es el canto que a través de María Santísima elevamos hoy magnificando su obra, porque a través de Ella la Encarnación es realidad. Y nosotros repetimos constantemente con María Inmaculada: Aquí está la esclava del Señor. Aquí están aquellos que desean hacerse por Ti esclavos entregando su corazón.
Pidamos hoy a María Inmaculada tener su misma alma, sus mismos sentimientos, ofrecernos como se ofreció Ella. Que María reine en nosotros para que nos lleve a Jesús y nos haga otros Jesús. De María Inmaculada, de la Virgen llena del Espíritu Santo, nace Jesús, el Santo. Ella como nadie, por voluntad de Dios, será capaz de hacernos santos.
Tratemos de que la riqueza de esta solemnidad nos invada y nos transforme. Que salgamos de esta celebración de la Santa Misa un poco más inmaculados, pareciéndonos cada vez más a María Inmaculada. Y, como siempre, por María a Jesús.
[1] José María CABODEVILLA, El Padre del hijo pródigo, página 255 (Madrid, 1999).
[2] San JUAN PABLO II, Audiencia del 15 de mayo de 1996.
[3] J. CALVERAS, EE. y Directorio de S. Ignacio de Loyola, página 152 (Barcelona, 1958).