Yo soy la luz del mundo –dice el Señor–, el que me sigue no camina en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8,12).
El Bautismo es el sacramento de la iluminación. En él recibimos la luz y somos hechos, como discípulos de Cristo, luces del mundo. Pero nosotros no somos la Luz. Como la vela del neófito se enciende en el Cirio Pascual, así nosotros somos iluminados en la luz del mundo que es el Señor.
 
Iluminados porque, al recibir la virtud teologal de la fe, somos capacitados para ver la Luz: «tu luz nos hace ver la luz» (Sal 36,10). Podemos conocer la Verdad, podemos conocer a Jesús y, por medio de Él, al Dios uno y trino y su designio de salvación para los hombres. Y es Él, quien nos ha encendido, quien nos pone en el lugar apropiado para que podamos iluminar a toda la casa (cf. Mt 5,15).
 
La Eucaristía, memorial del misterio pascual, de la muerte y resurrección del Señor, es un encuentro con el que es la Luz. Al acercarnos a comulgar, estamos respondiendo a su llamada, estamos siguiendo a la Luz del mundo que nos atrae, en medio de las tinieblas del mundo torturado por el pecado, hacia el puerto seguro de la Jerusalén celeste. Al comulgar, nos alimentamos de la Luz y alimentamos esa velita encendida en nuestro bautismo para que siga brillando.