A raíz de algunas malas interpretaciones sobre la sinodalidad, hay una efervescencia de presuntos reformadores de la Iglesia con una agenda cuyos puntos corresponden más a una ONG que a la fe y esto nos tiene que llevar a reflexionar sobre el riesgo -del que ninguno está exento- de terminar impulsando “slogans” personales en lugar de centrarnos en el Evangelio como clave de interpretación y acción. Por esta razón, el Papa Francisco nos ha dicho claramente que el “Sínodo no es un parlamento, es otra cosa; que el Sínodo no es una reunión de amigos para resolver algunas cosas del momento o dar opiniones, es otra cosa. No olvidemos, hermanos, que el protagonista del Sínodo no somos nosotros: es el Espíritu Santo. Y si en medio de nosotros está el Espíritu para guiarnos, será un buen Sínodo. Si en medio de nosotros hay otros caminos para ir por intereses humanos, personales, ideológicos, no será un Sínodo, será una reunión más parlamentaria, que es otra cosa…”[1]. El famoso teólogo dominico, Fr. Yves Congar (1904-1995), decía que era muy importante distinguir entre la “verdadera y falsa reforma de la Iglesia”, de hecho, ese fue el título de uno de sus libros más importantes y hoy nos viene como “anillo al dedo”. Sin duda, la Iglesia necesita reformas (“Ecclesia Semper reformanda”) periódicas; sobre todo, para afrontar temas como la falta de fe, el avance del secularismo, la erradicación de los abusos sexuales, la caída de las vocaciones, el espíritu de derrota frente a la realidad actual, la tarea pendiente de impulsar la presencia de las mujeres, atender a grupos que se sienten excluidos, etc., pero esto no quiere decir que cualquiera valga para reformador. Si uno echa un vistazo a la historia tan completa e interesante de la Iglesia podrá comprobar que sus verdaderos/as reformadores/as han sido personas de oración, de fidelidad a las enseñanzas de Jesús y no un grupo de ideólogos que buscan imponer su visión aún cuando se ha probado el fracaso de sus postulados una y otra vez. Pensemos, por el contrario, en Francisco de Asís o Teresa de Jesús. No andaban dinamitando la doctrina o reduciendo el sacerdocio a una suerte de funcionalismo. Al contrario, su manera de vivir, centrada en lo propio del Evangelio y no en las ideas o lobbies, atrajo y atrae a miles. Es decir, no eran ni rígidos, ni relativistas, sino personas que vieron las necesidades que había y respondieron a ellas con la hermeneútica adecuada; o sea, la de la continuidad, que consiste en renovar la forma pero sin quitar la “chispa”, la sustancia, la fe en el Dios que Jesús nos enseñó.  

A veces, pensamos que porque alguien se muestra alternativo o diga cosas aparentemente revolucionarias ya está constituido como reformador de la Iglesia, pero no es así. Se necesita lucidez y valentía, pero bajo un principio clave: dejar a Dios ser Dios. O sea, recordar que la primera tarea que Jesús le confío a la Iglesia es la de la evangelización y que todo lo que se aleje de ese principio lleva necesariamente a que la fe de las personas venga a menos. Es triste cuando, por ejemplo, escuchamos que una comunidad religiosa ofrece servicios sociales pero sin mencionar a Jesús para evitar que alguien se vaya a molestar. No hay que imponer ni condicionar, pero tampoco quitarles la identidad cristiana a nuestras instituciones como si fuera algo vergonzoso.

Un reformador o reformadora necesita, cuando menos, cuatro cualidades: (1) vida de oración que se note en las acciones, (2) formación adecuada, (3) lucidez y (4) experiencia apostólica. Cuando hay un buen discurso, pero falta la sustancia o si busca simplemente agradar por agradar, algo anda mal. No quiere decir que haya que ser hostiles al hablar. Nada de eso, pero la Iglesia debe conservar su capacidad de diálogo sin perder por ello su identidad, sus razones profundas que no son una idea, sino resultado del encuentro con una persona, con Jesús.

En resumen. No todo mundo vale para reformador/ar. Reformar, sí, pero sin abandonar la Iglesia Católica; reformar, sí, pero con las claves de la antropología del Evangelio, reformar, sí, pero sin emplear un lenguaje de una ONG, reformar, sí, pero sin diluir lo que creemos, reformar, sí, pero sin descuidar la dignidad de las celebraciones, reformar, sí, pero apostando por la educación integral, reformar, sí, pero sin dejarnos llevar por la corriente, reformar, sí, pero sin adoptar posturas contrarias a la ciencia como las ideologías, reformar, sí, pero sumando a los jóvenes en el liderazgo, reformar, sí, pero sin hacer que el sacerdocio pierda su misión, reformar, sí, pero sin abandonar campos que son claves para la transmisión de la fe como las escuelas y las universidades, reformar, sí, pero sin olvidar que hay que combatir tanto la pobreza material como la de sentido, reformar, sí, pero sin renunciar a la capacidad crítica frente a propuestas que han fracaso siempre, etc. Si Dios nos pide reformar que lo hagamos desde el “sentir con la Iglesia”.

 

[1]Discurso del Papa Francisco correspondiente al 04 de octubre de 2024 en el marco de la sesión inaugural del Sínodo sobre la sinodalidad.