La elección de Juan Pablo II como el nuevo Sumo Pontífice de la Iglesia Católica en 1978 sucedió cuando yo contaba quince años. Un adolescente que asistía a los acontecimientos entre indiferente y atento por la novedad que suponía el hecho de ver tres papas seguidos en un mismo año, año en el que también era aprobada para España una Constitución que daba paso a un nuevo régimen político. Pero en aquel momento no parecía que nada de todo aquello tuviera demasiado que ver conmigo, muy ocupado entonces en cuestiones más propias de esa edad. Y sin embargo, aquél polaco que acababa de ser nombrado Papa iba a cruzarse en mi vida en unas cuantas ocasiones, sin que yo pudiera sospechar nada en ese momento.
Sin entrar en detalles que no vienen al caso, a mi generación le tocó en suerte vivir el gran fiestón de libertades y libertinajes que siguió a la recién aprobada Constitución, fiestón bien promocionado también desde unos poderes públicos que iban siendo ocupados poco a poco por los “grandes campeones de la libertad”, los socialistas, una promoción que ejemplificó como nadie en 1981 el recién elegido alcalde de Madrid, D. Enrique Tierno Galván, cuando, asomado al balcón del Consistorio, invitó a todos los entonces jovencitos a “colocarse, colocaros todos, y el que no esté colocado, que se coloque”.
El año de mi mayoría de edad, 18 años. Hoy puedo contar por decenas a los compañeros de mi generación que están enterrados, muertos por la heroína y el SIDA. Hoy puedo contar cómo fui testigo de la absoluta irresponsabilidad y demagogia de un partido que iba a gobernar España durante muchos años, y que es directamente responsable del destrozo de una generación entera de españoles, hazaña que no han dudado en repetir en generaciones siguientes. Y al año siguiente, 1982, el mismo año en que ese partido tomó las riendas del poder en España, me crucé por primera vez con aquél polaco.
Yo era ajeno entonces por completo a cualquier “movida eclesial”, pero por otras razones pasé la noche en el polígono industrial de Toledo la víspera de la multitudinaria eucaristía que tuvo lugar a la mañana siguiente allí mismo. Y allí, mientras trataba de huir de las masas acumuladas que finalmente me habían atrapado, un hombre vestido de blanco se cruzó delante de mí subido en un extraño vehículo acristalado y blindado. Al día siguiente había partido de España, y recuerdo con claridad meridiana la extraña y fortísima sensación de soledad que me invadió aquellas horas. No volvería a verle hasta 1989, siete años después.
Siete años en los que visité y conocí por mi mismo los infiernos. Allí empezaron a quedarse muchos de mis compañeros de generación. Y hoy tengo que asistir a una contínua exaltación y glorificación de aquella “movida de los ochenta”, como si hubiera sido la cumbre de la “revolución juvenil de la joven democracia española”, y tengo que tragar como en diversas cadenas de televisión se suceden una y otra vez los “revivals” de todo aquello, a mayor gloria de Felipe González y el Partido Socialista Obrero Español, que buscan tocar la fibra emocional de una generación atascada en ensoñaciones como herramienta para movilizar el voto de la nostalgia. Infames, carniceros.
Pero algo había empezado a cambiar, lo que me llevó aquél verano de 1989 a Santiago de Compostela, donde pude ver otra vez a aquél Papa venido del frío, escuchando sus palabras en el Monte del Gozo de la mano de la que después sería mi mujer. Ese año cayó el muro de Berlín. Ciertos ámbitos critican mucho la “sobreexposición mediática” de Juan Pablo II y la “banalidad y superficialidad” de aquellos encuentros, pero quizás los que somos hijos de aquello no hemos alzado suficientemente la voz para reclamar que hoy estamos donde estamos porque simplemente, estuvimos allí entonces.
Y lo que entonces parecía no ser más que una experiencia de emociones superficiales, una llamarada rápida que se consume sin dejar rastro, iba dando paso de forma inadvertida a un fuego lento de brasas firmes que se mantenían ocultas mientras cada uno de nosotros se iba encarando con las cuestiones fundamentales de su propia vida, pero ya lo hacía desde una fe cada vez más sólida y profunda.
Y esa fe se fortalecía a medida que seguíamos a aquel Papa polaco al que cada vez veía desde más lejos. De aquél encuentro fortuito de 1982 en Toledo, en el que pasó tan cerca de mí que casi pude tocarle, a la lejanía desde la que le seguí en Czestochowa en 1991, donde ya sólo pude verle a través de unas pantallas gigantes, mientras un poco más hacia el este el rugido de los tanques en las calles de Moscú nos anunciaban la caída de la Unión Soviética. No volví a verle nunca más. Era hora de entrar en el verdadero camino de la fe.
El trabajo, el matrimonio, los hijos, una familia, las realidades temporales iluminadas por una fe cada vez más sólida, que se va curtiendo y fortaleciendo en las tinieblas y en las pruebas, la constatación de la propia debilidad, pero crece, se ahonda se profundiza, se va limpiando de adherencias puestas por los propios pensamientos y sentimientos, y en la que cada vez se perfila con mayor nitidez una única cosa, un hombre crucificado hace dos mil años en Jerusalén, muerto y resucitado.
Como ese otro hombre crucificado al que contemplaba ya desde la más completa lejanía, ese Papa polaco cuyo cuerpo se iba consumiendo año tras año, pero que seguía firme el camino de su particular calvario, a la vista de todos, como aquél Nazareno que cargó con aquél madero a la vista de todo el pueblo de Jerusalén. ¿Sobreexposición mediática?. Y el nudo en la garganta, cada vez que parecía caerse, cada vez que le fallaba la voz, y la rotura del corazón y el llanto incontenible aquella primavera de 2005 en la que finalmente, expiró entregando el espíritu al Padre.
Y desde la noche de la fe, resuena otra vez aquella invitación en mi interior: ¡ven y sígueme! Invitación a la que hoy quiero renovar mi respuesta: “sí, quiero”, sí, ésto es lo que quiero que sea mi vida, aunque no vea nada, aunque la luz esté apagada. Finalmente, me ha sido concedido un regalo, porque soy mucho más torpe que los demás y necesito algún tipo de ayuda especial. Al igual que Santa Teresa de Jesús, yo he visto el infierno. Y he visto a un hombre, un hombre al que seguir al que dije sí. ¡Santo súbito!