Una vez más, un grupete de terroristas que debió haber sido exterminado hace ya mucho tiempo y que no lo ha sido por los numerosísimos errores cometidos desde el estado español, entre los cuales el más grave el de haberle tratado como si de un legitimado interlocutor se tratara, pone a prueba la endeble confianza en si mismo del pueblo español. Y con sólo anunciar una tregua cuyos numerosos antecedentes incluyen siempre una nueva burla, los españoles nos ponemos apresuradamente a competir sobre la intensidad con la que debemos ser generosos. Tal es el miedo que a muchos les corroe, rayano en el caso de algunos, -reconozcámoslo porque así es-, en la más indecente simpatía hacia el grupo terrorista.
Sorprende que esta vez, nada menos que todo un obispo se haya literalmente abalanzado sobre la arena para expresarse sobre la generosidad con la que la sociedad española tratará a los asesinos cuando éstos se dignen, por fin, abandonar las armas o a hacer como si las abandonaran.
Y las víctimas... ¿es que las víctimas no cuentan?
Entre todos estos filántropos de cursillo acelerado que surgen en España cuando se trata de competir en la generosidad con la que hemos de tratar a los terroristas que han amedrentado a esta sociedad durante medio siglo... ¿a cuantos se les ha ocurrido pensar en las víctimas?
El perdón, por muy cristiano que queramos calificarlo, no corresponde darlo a la sociedad, por muy atormentada que ésta haya sido por este grupúsculo de canallas sin media torta que sólo han sido alguien por haber tenido la suerte de enfrentarse a una España sin ninguna seguridad en sí misma y en sus fuerzas. No corresponde otorgarlo tampoco a la Iglesia, algunos de cuyos miembros -no muchos, tampoco hay que desvirtuar la realidad, pero sí algunos-, se hallan, por cierto, más cerca de los que han de pedir perdón que de los que han de ofrecerlo... Menos aún le corresponde otorgarlo al estado, cuya obligación y razón de ser consiste, precisamente, en lo contrario, esto es, en castigar conforme a la ley los comportamientos previamente determinados como delito de acuerdo con la pena y las garantías establecidos.
El perdón, -sorprende la ligereza con la que olvidan algo tan obvio medios públicos y sociedad españoles-, es algo que sólo corresponde otorgar a las víctimas. A los que hoy día amanecen cada día con sus cuerpos mutilados por el terrible delito de vestir un traje que no era del gusto de quienes los acribillaron, o de pasar un buen día por el sitio equivocado. A quienes han perdido a su marido o a su esposa, a su hijo o a su hija, a su padre o a su madre, a sus hermanos o a sus hermanas, a sus nietos o a sus nietas, a sus sobrinos o a sus sobrinas...
Y en todo caso, -no lo olvidemos-, se trata de una potestad, y como tal potestad, algo que podrán ejercer o no, pero a lo que no están obligados por ninguna ley, ni siquiera espiritual, aunque el espíritu cristiano sí invite a hacerlo. Y que, en todo caso, habrá de venir precedida de las mismas cosas que en su día aprendimos en el catecismo y que, como Mons. Blázquez sabe mejor que yo, siempre constituyeron conditio sine qua non para recibir el perdón en los confesionarios. A saber, el propósito de la enmienda (sincero arrepentimiento, en este caso); decir los pecados al confesor (petición solemne y formal a las víctimas del perdón, en este caso); y cumplir la penitencia (reparación del daño realizado en la medida de lo posible, -¡como si alguien pudiera compensar la pérdida de un hijo!-, en este caso). Tantas cosas de las que, sinceramente, tan lejos nos hallamos todavía...
Nadie, ni siquiera la Iglesia, ni siquiera un obispo, ni el mismísimo Papa de Roma como se acostumbra a decir –por algo se hartó de proclamar Juan Pablo II que "no existe paz sin justicia"-, tiene derecho a perdonar a los que hicieron un daño en nombre de los que lo recibieron. Eso lo tendrán que hacer éstos. Y después, y sólo después, pero mucho después, la sociedad, primero, la Iglesia en segundo lugar, y el estado por último, empezarán a gozar de alguna legitimidad para ser generosos o para lo que les plazca. Pero ni un minuto antes: las cosas, por su orden.