Las pruebas presentadas por el abogado norteamericano Donald H. Steiner no hacen más que confirmar lo que cualquier persona con sentido común intuía: que detrás de muchas de las acusaciones de pederastia y abusos sexuales contra sacerdotes católicos hay calumnias, exageración y negocio. No es que esos horribles delitos no hayan existido. Por desgracia hay que reconocer que ha sido así. Sin embargo, no sólo no han sido tantos sino que Steiner ha podido comprobar que eran la mitad y posiblemente no llegan ni a ese porcentaje.
¿Y por qué ha sucedido esto? ¿Por qué la propia Iglesia católica ha aceptado que hijos suyos inocentes fueran calumniados, reduciéndolos ella misma a la categoría laical después de haber aceptado como verdaderas acusaciones horribles que destruían a la persona de una manera más atroz que si las hubieran asesinado? Para contestar a estas preguntas hay que saber cómo funciona la Iglesia en Norteamérica.
Hace tres años, cuando el escándalo de la pederastia en el clero estaba en su apogeo, un sacerdote amigo que por aquel entonces trabajaba en la Archidiócesis de Nueva York, intentaba explicármelo mientras me decía que estaba deseando dejar esa Archidiócesis porque el clero estaba aterrado ante la indefensión que sentían de parte de sus obispos. “Aquí las cosas funcionan de este modo –me decía-: las Diócesis tienen un seguro que cubre indemnizaciones por abusos. Cuando se presenta una denuncia, el seguro pacta con el denunciante una cantidad menor de la que éste recibiría si llegara a ganar el caso. Entonces le dice a la Diócesis que si no acepta este trato y decide ir a pleito, porque, por ejemplo, cree en la inocencia del sacerdote o porque no hay pruebas de que la acusación sea verídica, en caso de perder será la Diócesis la que deberá pagar la indemnización y el seguro no pagará nada. Ante esto –añadía mi amigo-, las Diócesis optan por pagar, pues no podrían soportar indemnizaciones millonarias”.
Yo le pregunté: “¿Pero, y si el sacerdote es inocente? Va a quedar marcado para toda su vida”. “Por eso me quiero ir yo de aquí –me contestó-, porque no cuenta nada si es o no inocente, sino el dinero que hay de por medio en caso de que el tribunal, por lo que sea, decide declararle culpable. Si la Diócesis acepta el pacto, no paga nada pero pierde un cura; si no lo acepta, quizá no pague nada ni pierda el cura, pero es posible que pierda a los dos; la decisión es perder lo menos posible y eso supone sacrificar al cura”.
No acabó ahí mi interrogatorio y le dije lo que cualquiera habría deducido: “Esta situación implica que se van a multiplicar las denuncias, pues si no hace falta presentar pruebas y basta con denunciar para conseguir algo de la compañía de seguros, muchos van a seguir este camino para hacerse ricos fácilmente”. “Así es”, me dijo, y volvió a repetir: “Por eso me quiero ir de un sitio donde a la hora de elegir entre el dinero o el cura se opta por el dinero”.
Ciertamente, los abusos han existido. Uno solo habría sido una tragedia y no ha sido uno solo. Pero también, ahora que lo peor ha pasado, habría que hacer un examen de conciencia y preguntarse si la Iglesia ha estado a la altura de la situación defendiendo a sus curas o si, el algunos casos como demuestra el informe Steiner, se ha dejado a muchos inocentes en la estacada, hundidos por completo ante los hombres, aunque no ante Dios, que es el que todo lo sabe.
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