Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado; lleva a hombros el principado y es su nombre: "Mensajero del designio divino" (Is 9,6).
La antífona de entrada de la misa del día de la Navidad del Señor pone a los participantes en la celebración rápidamente en situación, tanto respecto al misterio del nacimiento de Jesús como a la Eucaristía misma.
La Encarnación del Hijo de Dios es un don, su humanidad es algo que siendo suyo es para nosotros, se hace hombre para donarse. Y lo hace de manera sacrificial. Ese niño, como Sumo y Eterno Sacerdote, se ofrece en la Cruz –trono de su principado que ha llevado a hombros– como culto agradable al Padre, el debido por todos los hombre e incumplido, y como salvación para los pecadores, que lo somos todos. Y a los fieles que participan en el memorial del sacrificio, se les entrega como salutífera y divinizadora comida. El niño ha nacido para nosotros y se nos entrega y se entrega.
Y su entrega pascual, realizada de una vez para siempre, se hace presente cada vez que celebramos la Eucaristía. Por eso, a los ojos de la fe, el sacramento eucarístico es encuentro con el mensajero, con el revelador celeste, que, en su oblación crucial, manifiesta en su realeza coronada de espinas la intimidad de Dios, nos trae noticia de su amor. Y ese mensajero desvela al Dios escondido en la realización del designio divino de salvación. En su hacer redentor se da a conocer el Amor.