La Iglesia sanciona con la excomunión –su pena canónica más severa- situaciones que por su carácter extraordinario o por su gravedad institucionalizada merecen tal castigo. Por ejemplo, no pueden comulgar ni confesar aquellos que están casados por lo civil o que viven en pareja sin casarse; se considera que en estos casos se da una situación estable de pecado que hace imposible el propósito de enmienda. Del mismo modo, se excomulga a las mujeres que abortan, a los profesionales de la medicina que intervienen en el aborto y a los legisladores que hacen aprobar esas leyes; la Iglesia adoptó esta dura medida para hacer ver la gravedad del aborto en un momento en el que éste se estaba generalizando y banalizando. No se me ocurre disentir ni criticar a la Iglesia por haber decidido que estas sanciones se aplicaran a quien correspondiera, aunque con frecuencia –como tantos sacerdotes- me encuentro con el dolor que esa medida produce en católicos divorciados vueltos a casar y que no pueden recibir la comunión.

Lo que me sorprende es que esas sanciones no se apliquen a otras personas que también son responsables de lo que está sucediendo. Si se castiga con la excomunión a un político que, con su voto, hace que se apruebe una ley del aborto, ¿por qué no se aplica la misma pena al votante que elige a ese político? Más aún, el diputado posiblemente está obligado por la disciplina de partido y sabe que si no la sigue perderá su empleo –lo cual no le justifica-, mientras que el votante no está obligado por ningún tipo de disciplina y es plenamente libre para votar o no al partido que lleva en su programa una ley abortista.

Y si pasamos del aborto a otros temas, vemos con estupor que el PSOE –a través del abogado del Estado que defiende la asignatura Educación para la Ciudadanía del recurso presentado contra ella en el Tribunal Constitucional- considera que “la concepción filosófica que presupone la democracia es el relativismo” –con lo cual, afirma que los que no somos relativistas no somos demócratas-, y que de la Constitución no se desprende que “la educación o las virtudes cívicas deba considerarse monopolio de los padres” –o, lo que es lo mismo, el Estado está por encima de los padres a la hora de educar a los hijos-.

Con estos planteamientos queda claro el objetivo del Gobierno socialista: instaurar lo que Benedicto XVI denominó “dictadura del relativismo”. Ya no se trata sólo del gravísimo atentado contra la vida que es el aborto. Está en juego también la destrucción moral de la persona y del conjunto de la sociedad. Pues bien, si la Iglesia considera que un divorciado vuelto a casar merece ser excomulgado y que lo merece también una madre que aborta por muy dramáticas que puedan ser sus circunstancias, debería plantearse la excomunión de aquellos que con su voto posibilitan ese aborto, la destrucción del tejido moral que conlleva al divorcio y la posibilidad de establecer una dictadura. Ante la gravedad de la situación se requieren medidas urgentes, que ayuden a aquellos católicos que no son conscientes de la gravedad de lo que hacen cuando votan a partidos políticos como el PSOE, a darse cuenta de la trascendencia de sus actos. Es una decisión impopular y extrema, ¿pero no lo es la de impedir la comunión a los divorciados vueltos a casar? Hay que ir a la raíz de las cosas, atajar las causas, sin conformarse con condenar los resultados y rechazar los frutos. El verdadero culpable de lo que sucede es el votante y a él es a quien hay que situar delante de la gravedad de sus actos para que sea responsable de los mismos. Si la Iglesia no lo hace, corre el riesgo de que la historia le acuse de no haber aplicado hasta sus últimas consecuencias las medidas que tenía para evitar una degeneración que puede acabar con la humanidad.

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