"Si en un alma no hubiera otra cosa que el profundo deseo de amar a su Dios, en ella ya estaría todo"
Padre Pío
Los últimos estertores, el último atisbo. La santidad de una vida y de unas manos a las que nos agarrábamos sus hijos, sus hermanos, su madre y sobrinos y amigos. El oxígeno de Dios es lo que respiraba. El oxígeno del amor de Dios es lo que entraba en su alma, expectante de infinito, de Cielo, del rostro del Padre. Constantes visitas se acercaban a decirle a Dios, y hasta luego, a besarle la frente, sus manos… Se aproximaba su nacimiento -¿muerte?-, el punto de partida hacia la altura de la gloria de Dios. El Cielo ya estaba allí, en ella, en Mariapi. El Cielo iluminaba para toda la eternidad la habitación 807. ¡Qué resplandor Dios mío! Jesús, sentíamos todos Tu presencia, Tu constante cariño, pese al misterio de este tipo de caricias tantas veces incomprensibles. Llorábamos. Lloramos todavía. Llorábamos abrazados a la fe de María Pilar, que vivía en cada gesto, en cada palabra. Llorábamos lágrimas que ascendían, que surcaban las caricias. ¡Dios, Dios! ¡Qué bueno eres, pero cómo duelen estas cosas, este nudo en el alma! Sobre su pecho un manto de la Virgen, y sobre el manto unas flores de Lourdes, y estampas de santos, y el niño Jesús recién nacido. Y sobre todo ello nuestras miradas, que rezaban, y se enjugaban tanta pena y tantos recuerdos. Yo oía su voz…
Los últimos estertores. Los primeros indicios de la Vida, de la brisa eterna. Costosa respiración, hondos suspiros. Ese rostro de María Pilar que cada vez era más como el de Cristo. Tanto dolor y, sin embargo, esa íntima alegría. Prisa por llegar a Dios ahí, allí, clavada en el vía crucis de la cama, de su enfermedad. Con las manos en las manos de sus dos hijos. Con aquellas manos que habían aceptado desde hace tiempo la voluntad de Dios. La que fuera. La que ha sido. Aquella cama de la habitación 807: el altar donde se ofrecía el dolor y el sacrificio por las almas. Ese punto donde se aglutinaba la familia de Dios Trino, la Misa que fue la vida de Mariapi, su constante acción de gracias. Y nuestra familia, y nuestras lágrimas. No quería otra cosa que no fuera el amor de Dios. Me lo dijo. Ningún otro afán logra acercarnos mínimamente a la felicidad. Sólo Dios, sólo Dios. Mirar la Cruz. Vivir teniendo siempre en cuenta la opinión de Cristo. El rosario en la mano. El amor seguía enjugándose las lágrimas. “Dios te salve María”. “Bendita tú eres entre todas las mujeres”. “Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Miradas que se cruzaban entre nosotros. Miradas que buscaban el consuelo, el sentido de tanto dolor, la certeza de la vida eterna. No, no te vayas. E implorábamos el milagro, la curación. Buscábamos la mirada de Jesús. ¡Cúrala, cúrala! ¡Dios! Si puede ser, si es Tu voluntad de Amor, hazlo.
Las almas de su familia, cada una, esperando que abriera los ojos. Y sonriera. ¡Podría ser, podría ser! “Todo es posible para el que cree”. Pero no. Convenía que fuera de otra manera. Mamá, hermana, hija, tía, abuela, amiga, no nos dejes nunca. María Pilar, mantén unida nuestra familia -nuestras familias- en el interior del amor de Dios. Reúnenos en tu corazón, siempre unidos; intercede, suplica, apuntala nuestras almas. Haznos más y más conscientes de lo que supone ser hijos de Dios. Todos juntos, tu familia dentro de la familia de la Trinidad. Nosotros: cada uno. Me lo dijiste: “Hoy en día nuestra familia es una tremenda gracia de Dios”. Y yo le dije: “¿Sabes que te queremos mucho, verdad?”. La contestación fue rápida: “¡Toma, y yo!”. Pues eso: nos quiere. Nos querrá siempre. En desbarajustes y problemas, en dudas y contradicciones, en la vida ordinaria. Camino del Cielo. Tenemos que luchar como ella, creernos que podemos ser santos. Ese es el gran ejemplo de María Pilar Fernández-Giro.
Padre Pío
Los últimos estertores, el último atisbo. La santidad de una vida y de unas manos a las que nos agarrábamos sus hijos, sus hermanos, su madre y sobrinos y amigos. El oxígeno de Dios es lo que respiraba. El oxígeno del amor de Dios es lo que entraba en su alma, expectante de infinito, de Cielo, del rostro del Padre. Constantes visitas se acercaban a decirle a Dios, y hasta luego, a besarle la frente, sus manos… Se aproximaba su nacimiento -¿muerte?-, el punto de partida hacia la altura de la gloria de Dios. El Cielo ya estaba allí, en ella, en Mariapi. El Cielo iluminaba para toda la eternidad la habitación 807. ¡Qué resplandor Dios mío! Jesús, sentíamos todos Tu presencia, Tu constante cariño, pese al misterio de este tipo de caricias tantas veces incomprensibles. Llorábamos. Lloramos todavía. Llorábamos abrazados a la fe de María Pilar, que vivía en cada gesto, en cada palabra. Llorábamos lágrimas que ascendían, que surcaban las caricias. ¡Dios, Dios! ¡Qué bueno eres, pero cómo duelen estas cosas, este nudo en el alma! Sobre su pecho un manto de la Virgen, y sobre el manto unas flores de Lourdes, y estampas de santos, y el niño Jesús recién nacido. Y sobre todo ello nuestras miradas, que rezaban, y se enjugaban tanta pena y tantos recuerdos. Yo oía su voz…
Los últimos estertores. Los primeros indicios de la Vida, de la brisa eterna. Costosa respiración, hondos suspiros. Ese rostro de María Pilar que cada vez era más como el de Cristo. Tanto dolor y, sin embargo, esa íntima alegría. Prisa por llegar a Dios ahí, allí, clavada en el vía crucis de la cama, de su enfermedad. Con las manos en las manos de sus dos hijos. Con aquellas manos que habían aceptado desde hace tiempo la voluntad de Dios. La que fuera. La que ha sido. Aquella cama de la habitación 807: el altar donde se ofrecía el dolor y el sacrificio por las almas. Ese punto donde se aglutinaba la familia de Dios Trino, la Misa que fue la vida de Mariapi, su constante acción de gracias. Y nuestra familia, y nuestras lágrimas. No quería otra cosa que no fuera el amor de Dios. Me lo dijo. Ningún otro afán logra acercarnos mínimamente a la felicidad. Sólo Dios, sólo Dios. Mirar la Cruz. Vivir teniendo siempre en cuenta la opinión de Cristo. El rosario en la mano. El amor seguía enjugándose las lágrimas. “Dios te salve María”. “Bendita tú eres entre todas las mujeres”. “Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Miradas que se cruzaban entre nosotros. Miradas que buscaban el consuelo, el sentido de tanto dolor, la certeza de la vida eterna. No, no te vayas. E implorábamos el milagro, la curación. Buscábamos la mirada de Jesús. ¡Cúrala, cúrala! ¡Dios! Si puede ser, si es Tu voluntad de Amor, hazlo.
Las almas de su familia, cada una, esperando que abriera los ojos. Y sonriera. ¡Podría ser, podría ser! “Todo es posible para el que cree”. Pero no. Convenía que fuera de otra manera. Mamá, hermana, hija, tía, abuela, amiga, no nos dejes nunca. María Pilar, mantén unida nuestra familia -nuestras familias- en el interior del amor de Dios. Reúnenos en tu corazón, siempre unidos; intercede, suplica, apuntala nuestras almas. Haznos más y más conscientes de lo que supone ser hijos de Dios. Todos juntos, tu familia dentro de la familia de la Trinidad. Nosotros: cada uno. Me lo dijiste: “Hoy en día nuestra familia es una tremenda gracia de Dios”. Y yo le dije: “¿Sabes que te queremos mucho, verdad?”. La contestación fue rápida: “¡Toma, y yo!”. Pues eso: nos quiere. Nos querrá siempre. En desbarajustes y problemas, en dudas y contradicciones, en la vida ordinaria. Camino del Cielo. Tenemos que luchar como ella, creernos que podemos ser santos. Ese es el gran ejemplo de María Pilar Fernández-Giro.