El año que está a punto de terminar no ha sido fácil para Benedicto XVI ni para la Iglesia católica. Hubo largos meses en los que parecía merecer aquel apelativo que hizo célebre Isabel II: “annus horribilis”. El acoso al Papa culminó con el ataque conjunto del “The New York Times”, la BBC y muchos de los diarios más influyentes del mundo acusándole de ser indulgente con curas pederastas y pidiendo su dimisión. Sin embargo, la resistencia del Pontífice –basada en la certeza de su honestidad personal y en el apoyo de la práctica totalidad de los católicos practicantes-, ha doblado el brazo a sus enemigos. El viaje a Inglaterra fue el punto de inflexión. Lo que parecía que iba a ser su tumba se convirtió en su resurrección, hasta el punto de que en estas Navidades, por primera vez en la historia, un Pontífice ha felicitado la Navidad a través de la, hasta hace poquísimo, hostil BBC.
Pero esto no ha sido todo. Los ataques al Papa han servido para que muchos católicos se dieran cuenta de que la Iglesia se encuentra en un estado de persecución que, como dijera el Pontífice en Londres, no es como el de la época de Enrique VIII cuando rodaban cabezas, sino de ridiculización y burla, para reducir a los seguidores de Cristo a ciudadanos de segunda categoría, sin los mismos derechos que los agnósticos e incluso que los de otras religiones. Hechos trágicos, como la matanza en la catedral católica de Bagdad, han golpeado la conciencia de los creyentes e incluso de algunos ateos lúcidos y honestos como el filósofo francés Bernard-Henri Lévy, que se atrevió a denunciar la situación de marginación en que viven los cristianos en muchos países. Esto llevó a la creación de un Observatorio de la Intolerancia y la Discriminación en Europa, que no ha hecho más que constatar lo que ya se intuía, que incluso en el viejo continente, los cristianos y en especial los católicos están siendo marginados por su fe. Valga este ejemplo: la Cruz Roja británica ha prohibido los signos religiosos en sus felicitaciones navideñas para no molestar a los musulmanes. En Francia –por citar otro caso-, en septiembre fueron profanadas 37 tumbas musulmanas y eso llevó a hacer una investigación; se descubrió que en nueve meses se habían profanado 291 lugares de culto, entre los cuales 231 eran católicos, 34 musulmanes y 26 judíos; se habían profanado 194 cementerios, de los que 179 eran católicos, 9 judíos y 6 musulmanes; pues bien, el ministro del Interior anunció que no se iban a consentir actos de racismo (los que van contra los musulmanes) y antisemitismo (los que van contra los judíos), pero no dijo nada de los que perjudican a los católicos. Y en España, sin ir más lejos, lo de la denuncia al profesor andaluz por hablar del jamón en clase por parte de un alumno musulmán, es mucho más que una anécdota, aunque se haya desestimado la demanda.
Por eso, esta Navidad ha estado marcada por una toma de conciencia colectiva por parte de los católicos de que se encuentran en una situación de acoso que no se había vivido con tanta intensidad desde hacía siglos. Y es en este sentido que cobran todo su valor las palabras de Benedicto XVI en el mensaje de ayer, muy en consonancia con el que dirigió a los miembros de la Curia Vaticana. El Papa pidió “libertad religiosa para todos”, por supuesto allí donde está oficial y públicamente amenazada, como en China, en Irak o en la propia patria de Jesús, pero también en la vieja Europa. Sin embargo, a pesar de que la situación no es fácil, hay signos esperanzadores: los católicos, espoleados por el ejemplo valiente del Pontífice, están reaccionando por doquier para defender no sólo su fe sino también un concepto de sociedad auténticamente respetuosa con todos. Esta ha sido la Navidad del año de la inflexión. El futuro será diferente.
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