La Palabra se hizo carne, y hemos contemplado su gloria (Jn 1,14).
En la Eucaristía, tiene un puesto central la humanidad de Cristo. Es su Cuerpo y su Sangre los que se hacen presentes bajo las especies de pan y de vino. Sin la Encarnación esto no sería posible. El Hijo se hizo hombre y el que se hizo hombre se hace presente en el Sacramento.
 
En su humanidad, se revelaba a sus contemporáneos la divinidad. Por ello, podía escribir el evangelista en otro prólogo, el de su primera epístola:
Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida; pues la Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó (1Jn 1,1s).
Y la Vida se hace visible, para nosotros, bajo la apariencia de pan y de vino. Nosotros por la fe vemos al Verbo de la vida y pues lo vemos, podemos dar testimonio y anunciar esa vida eterna que estaba desde la eternidad junto al Padre y se nos manifiesta.
 
En esa humilde epifanía de la gloria divina en las especies sacramentales, se nos brinda también la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo en el Espíritu. Y el anuncio a los que no creen es para que se incorporen a esa comunión que a nosotros se nos regala, en la que comenzamos a vivir en el Bautismo y que alimentamos con la comunión eucarística (cf. 1Jn 1,3).
 
Esta Vida que se nos hace encontradiza en la misa y en cuya comunión encontramos plenitud verdadera, es la fuente de nuestra felicidad. Dicha que nos mueve a anunciar, para que, participando en ella los que no la conocen, ese gozo que tenemos sea completo (cf. 1Jn 1,4).