Se despide el 2010 con diversas convocatorias promovidas desde instancias diocesanas en el entorno de la fiesta de la Sagrada Familia.
Ahora no cabe sorprenderse de los resultados pues nadie ignora el pernicioso efecto pedagógico que puede tener una ley, aún más negativo en este caso después de reformas como la del llamado “divorcio Express”. Según las estadísticas oficiales del INE, en 1998 fueron 35.834 los divorcios, en 2009 ascendieron a 98.359. Haciendo balance de la presente ley en su 25 aniversario, afirmaba Pablo Sagarra, que a ella se debe la destrucción jurídica del matrimonio en el derecho español; la prohibición legal del verdadero matrimonio y particular falseamiento del contraído por los católicos, así como el deterioro de las familias y la sociedad en su conjunto.
Tampoco vamos a entrar en detalle en las disposiciones legales que han alterado la esencia del matrimonio aplicando ese nombre a otro tipo de uniones ni en las que han destruido el marco humano de la sexualidad y de la reproducción con la indefensión en que quedan los embriones. Basta referirnos a la entrada en vigor el 5 de julio de 2010 de la ley que convierte el crimen del aborto en uno más de los derechos reconocidos por el democrático estado español y que otorga carta de legalidad a la muerte del inocente.
Con absoluta indiferencia, miles de católicos han acudido a las urnas en las pasadas elecciones autonómicas catalanas para respaldar a los partidos que, a lo largo de tantos años, vienen protagonizando tan radical ofensiva: PSOE, PP y los nacionalistas. Y es previsible que lo seguirán haciendo en sucesivas convocatorias
La tolerancia de hecho ante ésta y tantas otras realidades legislativas que van transformando la esencia de nuestra sociedad es, probablemente, la responsabilidad más grave de los jerarcas y de los católicos españoles que, salvo honrosas y minoritarias excepciones, han renunciado a cualquier consecuencia cultural y social de su fe.
De los asistentes a los actos en defensa de la familia que tendrán lugar estos días cabe pensar lo que se dijo del Cid al verle errante por los campos de Castilla, desterrado de Burgos: “¡Dios, qué buen vasallo si oviera buen señor!”.
Ante esta situación, solamente cabe esperar que quienes todavía se movilizan en defensa de la familia y de la vida inocente abandonen su actual estrategia y comiencen a apoyar a aquellos movimientos políticos que coinciden en la defensa de los Principios No Negociables expuestos por Benedicto XVI y continuamente negados y traicionados en su doctrina y en su práctica por los partidos que recogen mayoritariamente el voto en España:
«...el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural; la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer; la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables. Así pues, los políticos y los legisladores católicos, conscientes de su grave responsabilidad social, deben sentirse particularmente interpelados por su conciencia, rectamente formada, para presentar y apoyar leyes inspiradas en los valores fundados en la naturaleza humana» (Sacramentum Caritatis, 83).
Porque resulta contradictorio dar por bueno un sistema que lleva jurídicamente a efectos inadmisibles y no es posible en conciencia instalarse tranquilamente en él, sin hacer lo necesario por enderezarlo y por desligarse de responsabilidades que no se pueden compartir.