Las preguntas que tocan lo más profundo de nuestra existencia tarde o temprano tienden a abrir la puerta del baúl de nuestras inseguridades. Una de ellas –quizá de las más radicales– es la que ha venido a la mente de tantos seres humanos en momentos de grandes tragedias o de especial desolación personal.
 
Algunos se siguen cuestionando, por ejemplo, ¿dónde estaba Dios el 11-S? ¿Dónde estaba Dios el día que explotaron los trenes en la estación madrileña de Atocha? ¿Dónde estaba Dios cuando el tsunami barrió miles de vidas en el sudeste asiático y cuando Haití quedó reducido a escombros por la furia de un terremoto?
 
Interrogantes así se ponen en claro contraste con el fragmento evangélico que la liturgia del 25 de diciembre nos propone. En él se habla de un «Dios con nosotros» (Mt 1, 23) y por tanto de un Dios que debería estarnos cercano, de una divinidad que estaría comprometida a mostrarnos su proximidad librándonos de nuestras tristezas y preservándonos de todo mal.
 
Al echar la mirada a los meses del año que ya declina, no es difícil encontrar tantos episodios de dolor y sufrimiento físico y moral, incluso dentro de la misma Iglesia. Y esa sencilla constatación choca ya no sólo con el Evangelio de Navidad sino también con la lectura de libro del profeta Isaías (Is 62, 1-5) y con la de los Hechos de los Apóstoles: el primero asegura que los pueblos verán la justicia de Dios y el segundo recuerda la promesa de un Salvador. Pero, ¿dónde están esa justicia y ese Salvador? En este contexto la pregunta parece legítima, ¿Dios está con nosotros o contra nosotros?
 
El planteamiento ya dice mucho pues no se trata de poner en duda la existencia de Dios cuanto la concepción que oscila entre un Creador que se alejó de su creación y uno que se ha mantenido cercano a sus criaturas, especialmente al hombre.
 
Dios contra nosotros
 
Ante tanto dolor, lo primero que podríamos conjeturar es que Dios se ha olvidado de nosotros y, en ese sentido, que «está en nuestra contra» al habernos relegado.
 
Hemos sido testigos de tanto sufrimiento –tal vez se le ha experimentado en carne propia–, hemos conocido tantas injusticias y hemos visto tanta maldad que un verdadero «Dios con nosotros», un Salvador, jamás hubiera permitido todo eso.
 
El lenguaje de los salmos «induce» a identificar a este Dios como un «Dios que duerme» y es así como se hace luz sobre la honda petición que en ellos mismos se le formula: «Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Levántate, no nos rechaces más. ¿Por qué nos escondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia y nuestra opresión? Nuestro aliento se hunde en el polvo, nuestro vientre está pegado al suelo. Levántate a socorrernos, redímenos por tu misericordia» (Sal 44, 20. 23-27).
 
Hay otro momento en la Biblia, esta vez en el Nuevo Testamento, que incluso podría confirmar esta experiencia-sensación de abandono por parte de Dios. El ejemplo que vendría a remachar esta percepción no podía ser otro más dramático y extremo que el de Jesucristo mismo: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46; Mc. 15, 34).
 
Dios con nosotros

Sin embargo, en su sentido más hondo y puro, Navidad significa recordar y agradecer la encarnación de Dios en el seno de una virgen hebrea que libremente asiente al plan divino.
 
Navidad es el recuerdo de que Dios se hace uno de nosotros y así se convierte en «Dios con nosotros»: ya no es idea, es carne y sangre que da vida a los conceptos. La señal de la cercanía de Dios es que se hace hombre por nosotros, porque nos ama. Y el signo manifiesto de ese amor es también –y muy señaladamente– el don de nuestra libertad: un regalo tan grande que, paradójicamente, pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. Esta última idea es la que viene a expresar José María Pemán en el alto lenguaje de la poesía:
 
¿Por qué quiso el Señor,
que todo lo tenía,
buscar la compañía
de este hermano menor?
 
Y versos adelante responde:
 
Sólo el Amor podía
plantearse a sí mismo esta querella:
reñir esta porfía,
dar leyes a la estrella,
complacerse en el día
y hacer la libertad para luchar con ella…
¡Sólo el Amor podía!
 
Sí, precisamente porque está con nosotros es que sabemos que nos escucha y que podemos dirigirnos a Él libre y confiadamente, incluso para expresarle nuestras inquietudes: «Señor, ¿por qué permaneces callado? ¿Por qué permites la injusticia, la mentira y tanto mal? ¿Cómo puedes tolerar que el mal triunfe y que tu nombre y la Iglesia que tú fundaste sean pisoteados, manchados, negados, denigrados, incluso por quienes deberían haberte reflejado como Padre cercano y bueno? ¿No escuchas nuestro grito angustiado y doliente? ¿No ves nuestras angustias y aflicciones? ¿No eres Tú nuestro Salvador? ¿Por qué nos has abandonado?».
 
«No podemos escrutar el secreto de Dios –decía el Papa Benedicto XVI en un discurso del 28 de mayo de 2006, en Auschwitz-Birkenau–. Sólo vemos fragmentos y nos equivocamos si queremos hacernos jueces de Dios y de la historia. En ese caso, no defenderíamos al hombre, sino que contribuiríamos sólo a su destrucción. No; en definitiva, debemos seguir elevando, con humildad pero con perseverancia, ese grito a Dios: "Levántate. No te olvides de tu criatura, el hombre". Y el grito que elevamos a Dios debe ser, a la vez, un grito que penetre nuestro mismo corazón, para que se despierte en nosotros la presencia escondida de Dios, para que el poder que Dios ha depositado en nuestro corazón no quede cubierto y ahogado en nosotros por el fango del egoísmo, del miedo a los hombres, de la indiferencia y del oportunismo».
 
Nosotros contra Dios
 
«Un grito que despierte en nuestro corazón la presencia de Dios…». Pareciera que ahora es Él quien nos devuelve las preguntas, que es ahora Él quien nos interroga sobre la cercanía que le debemos, que es Él ahora quién nos pregunta qué hemos hecho con nuestra libertad y, consecuentemente, dónde hemos dejado el amor a Él debido.
 
Cuántas veces hemos acudido a Dios sólo en los momentos de desesperación, sólo «cuando lo necesitábamos» ante las circunstancias adversas. Cuántas veces lo hemos negado por miedo al ridículo de hablar públicamente de la fe. Cuántas veces lo hemos relegado y cuántas le hemos cerrado las puertas de nuestra alma. Cuántas veces hemos vivido como si Él no existiera, como si su encarnación y muerte en la cruz no significarán algo. ¡Cuánta desconfianza, cuánta soberbia, cuánta incoherencia! Cuántas veces le hemos dado la espalda a Dios… incluso conscientemente.
 
De la injusta consideración del «Dios contra nosotros» pasamos a la necesaria reflexión del «nosotros contra Dios». Una meditación que parte de aquella constatación del Evangelio según san Juan que no puede menos que interpelarnos: «Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron» (Jn 1, 11).
 
A esa aparente sensación de abandono por parte de Dios Él nos responde dándonos una oportunidad para meditar en nuestra cercanía hacía Él, una cercanía que, en nuestro caso, se llama vida de gracia.
 
La vida de gracia es lo contrario a la vida de pecado y la condición para escuchar a Dios y para ser escuchados por Él. La vida de gracia es la orientación culmen de nuestra libertad. Donde no hay vida de gracia no puede estar Dios. No porque no quiera sino porque no se lo permitimos. Así entendemos mejor aquella soledad y aquel sonoro gemido de Cristo desde la cruz, porque «A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él», dice la segunda carta de san Pablo a los Corintios (5, 21).
 
A las interrogantes iniciales hubo más de una historia que circuló por diferentes medios, sobre todo internet. Como nosotros, se preguntaban dónde estaba Dios durante esos acontecimientos tan tristes y fatales (entre tantos otros que podríamos añadir). ¿La respuesta? En resumen venía a subrayar que estuvo dando calma y fuerza a las víctimas, poniendo obstáculos para que menos gente abordara los aviones, los trenes, o estuviera en las playas; y más adelante insistía en la presencia silenciosa de Dios hecho consuelo a los familiares, a las víctimas no mortales… «¡Dios estaba por todas partes!», concluye aquel texto.
 
Qué pobre sería reducir esta maravillosa cercanía de Dios sólo a un periodo del año, únicamente a la Navidad. Es verdad que con ella se abre un modo nuevo con el que Dios nos está especialmente cercano, pero no queda reducido a un momento pasado. Siguiendo la conclusión del texto antes referido podríamos decir que Dios está todo el año con nosotros. Su cercanía se hace presente y se proyecta hacia el futuro en la Iglesia, en los sacramentos, especialmente la Eucaristía, en la oración y en la vivencia de sus Mandamientos.
 
No podemos acostumbrarnos a esta cercanía tan radical de Dios, una vecindad que nace y se mantiene en aquella promesa del «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20) y que de un modo tan especial se «palpa» en la Eucaristía. A ella podemos acudir para implorarle «Levántate. No te olvides de tu criatura, el hombre». Y así, en ese íntimo diálogo con Él, podremos reconocerlo como Salvador y como «Dios con nosotros».