Supongo que más de uno se encontrará en estas navidades que están a punto de comenzar en la clásica situación de verse comprando regalos y haciendo preparativos en un sin vivir de último minuto, fruto de no haber hecho las cosas a tiempo.
A mí me ocurre a menudo, no tanto con lo material de las fiestas, que me produce una cierta alergia, como con lo espiritual.
Los grandes tiempos de conversión son Adviento y Cuaresma, y muchas veces los empiezo lleno de ganas e ilusión, pero en algún momento del camino pierdo el fuelle, y cuando están a punto de finalizar me entra la prisa por ponerme al día espiritualmente.
Imagínense de qué sirve ponerse a hacer en tres días lo que no se ha hecho en treinta, por lo que llegados a ese punto, sólo queda la humildad y la confianza de ponerse en manos de Dios, presentarle la propia pobreza y acercarse al banquete de su pascua como aquellos jornaleros del último minuto que cobraban lo que no habían trabajado.
En cierto sentido el ser hijos nos posibilita vivir una Navidad sin haber pasado por el Adviento más que de puntillas pero no es lo ideal, sino un plan de emergencia de Dios, el remedio a nuestra debilidad y a lo negados que somos, la mecánica de la salvación a la que todos hemos sido llamados.
Con todo y con eso, la Navidad no puede existir sin el Adviento, pues la promesa de Dios que es Jesucristo conlleva una historia de salvación, conversión y preparación. Es lo que los peregrinos descubren en su caminar: que el camino es casi más importante que la meta, y quizás por eso Jesús nos insistió en que El era el Camino.
Conocedora de esto, la sociedad secularizada de hoy se ha empeñado en hacer desaparecer el Adviento, y se afana por llenar las ciudades de símbolos de una descristianizada navidad, de arbolitos y lucernarias ya desde principios del mes de diciembre.
Y sin quererlo, pero cooperando con ello, los cristianos nos olvidamos de esta realidad, y pretendemos pasar también directamente a la Navidad, sin hacer camino, sin que el camino se haga en nosotros (“hágase en mí…”)
Y claro, así nos luce el pelo. Celebramos la “familia” y las “fiestas”, compramos como el que más, corremos como cualquier hijo de vecino con las compras de último minuto, nos afanamos por todo lo que rodea a la fiesta y al final, cuando llega el tiempo de Navidad sin haber caminado nada, nos damos una comilona humana olvidando el banquete espiritual que supone la fiesta.
Y después la Navidad parece que se escapa de las manos, y aunque tenga su octava, aunque sea un tiempo fuerte de la Iglesia que sigue hasta la Epifanía, ya nadie felicita la Navidad más allá del día veintiséis de diciembre.
Me pregunto cuántas veces no habremos sido nosotros quienes hemos desnaturalizado la Navidad, robándole el Adviento, contemporizando con una sociedad y una cultura que ha diluido la celebración sin quitarle el nombre.
Por eso, tres días antes, aún estamos a tiempo, aún podemos adentrarnos en el Misterio y dejar que esta Navidad sea diferente, no como el mundo la celebra sino como Dios mismo la soñó en su corazón y la Iglesia la conmemora cada veinticuatro de diciembre.