Una sorpresa cada día
El caso de “L” fue completamente distinto al que acabo de narrar de la celda 218. “L” tenía mujer e hijos. Un sábado vino un guardián a buscarme:
-¡Venga!
-¿Y mis cosas?
-Déjelas. No las necesita.
Mi corazón parecía ir a saltar del pecho. Muchas veces me había ofrecido ya al Señor para todo, y había llegado a persuadirme de que me enfrentara serenamente con la muerte. Pero ahora iba en serio. Nada tan cruel como el “no las necesita”, es decir: “para usted todo ha terminado”. Intenté recogerme para ofrecerme a Dios, y sin duda mi pánico se traslució al exterior.
-Usted no debería temblar, puesto que es sacerdote católico
“Dios mío, pensé, es verdad. Pero tú sabes que somos hombres”.
-¡Venga!
Y me condujo a otra celda. Ya allí me dijo:
-Padre, siento mucho haberle hecho pasar el terror de creer que le había llegado la hora de una muerte atroz. Me daba perfecta cuenta; pero hube de portarme así porque me estaban observando, ¿sabe?, aunque usted no se diese cuenta. Ahora quédese aquí hasta que yo vuelva. Yo me quedo vigilando por ustedes.
Me vi frente a un prisionero. Se quería confesar. Dos días después había de comparecer ante un tribunal popular, y quería confesarse por última vez. Le di también la comunión, consciente de que le administraba el Santo Viático. Luego oramos juntos. Y, de repente, se me desplomó entre sollozos:
-Padre, no me acostumbro a la idea de morir. Pienso que me van a condenar a muerte, y que acabaré en la horca dejando solos a mi mujer y a mis hijos, y al pensar que cuando estos me recuerden… deberán evocar esa imagen macabra.
Lloraba como solo un hombre completamente destrozado puede llorar. Me arrodillé junto a él, levanté su cabeza entre mis manos y comencé a susurrarle al oído palabras de consuelo y aliento.
-Jesús, que pasó por el huerto de los Olivos, sabe comprenderte. Él te ayudará.
El guardián venía a recogerme, y le di una última bendición. El pobre recluso, presa de horrible dolor, se arrojó sobre su camastro. Tuve que marcharme.
Efectivamente, dos días después fue condenado a muerte. Todavía pudo conseguir que le llevase dos veces más la Sagrada Comunión. En la misma semana, un primer viernes, le llevaron a la horca. Pero ahora marchaba tranquilo, muy dueño de sí, con paso firme. No volvió a dar ninguna señal de pánico. Sus últimas palabras fueron: “Señor, cuida de mi familia. Ofrezco mi vida por la libertad de la Iglesia Católica”.
Otro día, durante el paseo, me suplica un compañero de condena:
-¡Me gustaría tanto poder comulgar!
-¿En qué celda estás?
Me dio un número.
-Bien. Esta tarde recibirás al Señor. Alégrate. ¿Tienes devocionario?
-Sí, el de Schott.
Encontré un enlace, se trataba de un preso que había venido a traer agua. Unas señoras de Berlín habían logrado pasarnos unas bolsitas de lino, suficientes para que entrara una hostia pequeña. Puse unas cuantas en una cajita de cartón, con los números de las celdas en que había católicos que querían comulgar. La comunión la repartíamos generalmente por la tarde o en las horas en que hacían guardia algunos centinelas que nos habíamos ganado. Luego, uno tras otro, se me acercaban durante el paseo y dejaban caer en mi oído:
-Ahora soy completamente feliz. Tengo al Salvador conmigo. Él está en mí. Soy feliz.
Pronto se corrió entre los católicos que también la Misa se celebraba en “casa”. Poco antes de comenzarla dábamos la señal para los de abajo, con los pies, y para los otros, con una contraseña que golpeábamos con los nudillos en las paredes de izquierda y derecha. Los ocupantes de esas celdas –que a veces no eran católicos- propagaban el aviso según una clave convenida, y de ese modo en pocos momentos se formaba una comunidad dispersa por las celdas de toda la prisión, pero unida en la oración y el sacrificio y participando en la Santa Misa. Y el mismo Dios se hacía presente con su gracia entre nosotros, pobres encadenados.
Cadenas de dolor y de alegría
En uno de los paseos por el patio, el detenido que venía tras de mí en la fila, un austriaco, dejó caer en mi oído:
-¿Es usted el Padre, el jesuita?
Me limité a asentir con la cabeza. Había aquel día un turno de centinelas nuevos muy exigentes, y había que andar con cuidado.
-¿Tiene un rosario?
Hice señas de que no, también con la cabeza.
-Padre, procúrese uno; procúreme un rosario.
Era difícil, muy difícil. Una voz de mando cortó mis ideas:
-¡Media vuelta!, ¡ar!
Semejante manera de ser tratados no era muy agradable, pero esta vez me ofreció una ventaja. Ahora caminaba yo detrás del austriaco, hombre ya de cierta edad, que me hizo profunda impresión. En esa posición me entendería mejor.
-Paciencia, le dije, intentaré hacerme con un rosario.
Esta vez fue él quien, visiblemente satisfecho, asintió con la cabeza.
En la noche siguiente ocurrió algo cruel. Volvió a haber alarma por ataque aéreo, y había en el patio unos vigilantes para asegurar el que todas las luces permaneciesen apagadas. De pronto se oyó una orden penetrante:
-¡Apague esa luz!
Por lo visto no hicieron caso, porque la misma orden, más estridente aún, volvió a oírse al tiempo que sonaron unas detonaciones, y se oyó a los guardianes correr por los pasillos voladizos de la nave de celdas. Debía ser encima de nosotros, cerca de la celda del Hno. Moser.
Efectivamente, allí era. Se trataba del anciano párroco de Baviera que había sido traído detenido con nosotros desde Munich. Yacía gravemente enfermo sobre su camastro, completamente imposibilitado por la flebitis, y por tanto no podía levantarse a apagar la luz. Tuvo suerte de que las balas que dispararon contra su celda no rebotaron en la reja de la ventana. Hubieran podido herirle. Los vigilantes abrieron impetuosamente su celda echando pestes, jurando y amenazando porque no había apagado la luz. Al entrar vieron el rosario del buen párroco sobre la colchoneta. Me contó un buen centinela después, cómo se desahogaron y blasfemaron cuando vieron el rosario. Como el tal centinela era católico, esto le hizo sufrir terriblemente. Entonces recordé, el ruego del buen austriaco, y pregunté al centinela:
-¿Le permitirán al párroco conservar su rosario?
-Creo que sí, porque aquellos energúmenos se marcharon enseguida.
-¿Cree usted que querría prestármelo durante veinticuatro horas?
-Me parece difícil. ¿Quién se encargaría de ir a buscarlo y devolverlo? Y además, ¿para qué quiere usted un rosario?
-Me gustaría tanto tener uno.
-¿Para usted o para otros?
-Para mí y para otros.
Era por la tarde. El centinela aquel estaba encargado de la vigilancia en todo nuestro piso, que era enorme. Por eso atrancó de nuevo la puerta de mi celda y se marchó a hacer una ronda diciéndome por toda despedida:
-Volveré.
Tenía tres horas de servicio, y después seis horas de descanso, para volver a empezar. Me tumbé sobre el camastro. Las cadenas me impedían conciliar el sueño. Pero creo que al cabo de dos horas estaba empezando a dormitar un poco, cuando advertí que abrían la puerta de mi celda con todo cuidado para no hacer ruido. Nosotros temíamos muchísimo tales visitas nocturnas. Varias veces habían intentado interrogar a los detenidos en pleno sueño y alguno había sucumbido a esa estratagema. Pero esta vez la habitación estaba iluminada por una potente linterna encendida a 10 ó 15 centímetros de mi cabeza, e inmediatamente reconocí al buen vigilante de la tarde anterior. Me susurró en voz baja:
-Padre, ¿duerme?
-No.
-¿No puede dormir?
-No muy bien a causa de las cadenas.
-Espere, voy a ayudarle. Ya pasó la última inspección de guardia. Voy a quitarle las cadenas.
Me parecía soñar: mis manos estaban libres, podía frotarme las articulaciones, mover los brazos sin estorbo alguno, e incluso acostarme de costado. El vigilante me miraba bondadosamente y me dijo:
-¿Qué? ¿Es agradable el poder tenderse cómodamente y dormir sin cadenas? Pues todavía tengo una cosa, algo bueno para usted: un rosario. Tengo dos, uno de mi madre y otro de mi esposa. Le prestó el de mi madre para todo el tiempo que yo esté destinado a esta prisión. Mientras, ya habrá modo de hacerse traer uno de la ciudad. Buenas noches, Padre.
No me da vergüenza decir que lloré de alegría y que me dormí pronto.Poco antes de las seis volvió el buen guardián:
-Lo siento, Padre, créame, pero debo volverle a poner las cadenas. Pero bueno, ya tiene un rosario. ¡Ah! ¡Y cuidado que no se lo encuentren!
Desde entonces me fue posible hacer llegar este rosario a los otros detenidos que lo deseaban. Pronto supimos, sobre todo por la pregunta que hice correr durante el paseo, quienes querían rezar el Rosario. En lo posible lo teníamos media hora diaria cada uno. Por ejemplo: el lunes, a primera hora, lo entregaba yo a uno de los mozos de limpieza de confianza, el cual se lo entregaba al austriaco, este a otro, etc. y así peregrinaba el rosario de mano en mano hasta que el martes, por la tarde, regresaba a mi celda. A veces, es cierto, era muy difícil. Pero al cabo de un tiempo logramos hacernos pasar tantos rosarios de contrabando de la ciudad que todo el que quiso pudo disponer de uno. Más tarde me dijo un compañero de prisión:
-Padre, antes el rezo del Rosario no me interesaba en absoluto. Pero a través de las amarguras del cautiverio –el mío y el de tantos camaradas- llegué a comprender y experimentar la fuerza, la luz, la gracia y la alegría que encierran los misterios del Rosario. En mis desamparos aprendí a dar incesantes vueltas al rosario, y siempre obtuve el bondadoso auxilio de Nuestra Señora.