’José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo’. Cuando José se despertó hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer". (Mt 1, 18-24).  
 
 
No fue fácil para San José aceptar la noticia de que su mujer estaba embarazada sin haber tenido relaciones con él. Sin la intervención de Dios, María habría tenido que asumir la dura condición de madre soltera y Jesús habría llevado el baldón de ser un hijo de padre desconocido. Pero ese miedo de San José tiene también un significado simbólico: el miedo a dejar entrar en la propia vida al Hijo de Dios. A un Hijo de Dios que no venía con los ropajes propios de su rango, pues si así hubiera sido nadie habría dudado en aceptarle con todos los honores. Por el contrario, venía camuflado de debilidad, de la debilidad de un niño pobre, tan pobre que sólo tenía para defenderle los brazos y el corazón de una jovencísima muchacha nazarena.
También a nosotros nos puede pasar lo mismo: por miedo a complicarnos la vida, por miedo a lo que Dios nos pueda pedir, hacemos oídos sordos a la voz del ángel del Señor, que nos invita a llevarnos a nuestra casa a la Virgen con el Niño en su seno, con el Niño en los brazos. No queremos líos y, efectivamente, no tenemos los líos de Dios. Pero como los problemas no se pueden evitar, tenemos, a cambio, los que proceden del enemigo, del pecado, de nuestro propio egoísmo. Llevarse a María a casa, como hizo San José, es sinónimo de aceptar lo que Dios nos pida, de aceptar la ley del amor como la suprema de nuestra vida. Rechazar a María no es simplificar la vida, sino complicarla de otra manera, de una manera más dañina para nosotros y también para los demás. De nosotros depende con quién nos complicamos la vida: si con Dios y María o con sus enemigos.